La codicia y el menos común de los sentidos
Siempre impresiona ver como los seres humanos tropezamos con las mismas piedras y repetimos las mismas torpezas y desaciertos que generaciones anteriores. Hay dimensiones de la conducta humana que no varían en el tiempo, sólo cambian sus formas, su apariencia, su ropaje y su envoltura.
Así fue como en la historia del pueblo de Israel bastaron los diez mandamientos que recibió Moisés para recoger todas las conductas negativas de las que somos capaces las personas. Posteriormente, bastó formular los llamados “siete pecados capitales” para reunir los vicios que pueden anidarse en el corazón humano, y se les llama “capitales” porque son el origen de muchas otras torpezas. Uno de eso pecados capitales es la codicia, que en el ávido deseo de bienes siembra la desolación y mezquindad en los que caen en sus redes y en la sociedad.
La codicia está en el deseo insaciable de poseer dinero y todas las cosas que compra el dinero, en un inacabable “siempre más”; es como el agua salada que, cuanto más se bebe, más sed produce. Cuando se instala en el corazón humano y en la sociedad acaba por destruirlo todo, pues la codicia es adictiva: tener más, consumir más, acumular más. Con esta adicción no se es libre, sino que somos consumidos por nuestras posesiones y el deseo de ellas. Mientras que al pobre le pueden faltar muchas cosas, al codicioso le hace falta todo y siempre más.
Y no se trata solamente de un deseo insaciable de poseer y consumir, sino que la codicia va de la mano con la mezquindad, con la incapacidad de compartir y la ausencia de solidaridad. Decía san Agustín, “el codicioso es también mezquino, pues en su deseo de poseer más, es incapaz de ver las necesidades de otros y compartir lo que tiene”. Así, cuando el codicioso y mezquino llega a compartir algo es porque piensa que es algo que le sobra.
La codicia se alimenta de las carencias y vacíos de las personas y, por tanto, de la búsqueda de seguridades, de cosas que “necesita” y “le hacen falta” para tener una sensación de seguridad. El hambre de posesiones se alimenta del vacío interior que experimentan muchas personas y del cual, frecuentemente, no se dan cuenta, pues intentan compensarlo con el consumo de cosas y la posesión de bienes. Cuando se instala la codicia, el dinero que es un medio, se transforma en un fin; la codicia es el “mal dinero”, pues el dinero es medio de intercambio y puede servir para hacer el bien, pero la codicia mata.
El vacío interior, el miedo y la mezquindad, hacen la diferencia entre la codicia y el hecho de trabajar buscando los medios para un buen vivir. El miedo a lo que me falta y que necesito para ser feliz, y el miedo a perder aquello que da una sensación de seguridad es el combustible que alimenta la codicia y hace que las personas se vuelvan mezquinas, envidiosas y competitivas, tramposas y agresivas.
Hoy en la liturgia de la Iglesia se lee un evangelio en que el Señor Jesús dice: “¡Estén atentos! Cuídense de toda codicia, porque la vida de una persona, aun en la abundancia, no está asegurada por sus bienes” (Lucas 12, 15). Esto, que es algo de sentido común, pues como dice el proverbio “la mortaja no tiene bolsillos”, en la codicia se manifiesta como el menos común de los sentidos, y basta mirar la historia humana, la historia personal y social, para comprender lo que señala el apóstol Pablo: “la codicia es la raíz de todos los males”.
¿Será para tanto lo que señala el apóstol Pablo? ¿No será un poco exagerado? Miremos nuestra vida y nuestra sociedad y veamos si no es la codicia, ese deseo de tener más, de consumir más, de llenar vacíos y carencias con el “pasarlo bien y entretenido”, y de aparecer más, lo que está detrás de la injusta pobreza de las pobres y de todas las manifestaciones de corrupción que están infectando nuestra sociedad. ¿De dónde viene la corrupción que transforma a buenos trabajadores y servidores públicos en tramposos, mentirosos, ladrones y estafadores? Y siga mirando usted los males que percibe en las personas y en la sociedad y vaya descorriendo el velo para que aparezca la codicia como la raíz de todos ellos.
En el texto evangélico el Señor Jesús concluye llamando a “ser ricos a los ojos de Dios”, pues si de bienes se trata, Dios es el más rico de todos y su riqueza no empobrece a nadie, comparte todo y no genera peleas ni divisiones. Es una riqueza que ama compartir y dar, es la riqueza del corazón solidario y misericordioso.




