Prensa libre y responsable: entre la fiscalización y la ética democrática
En toda democracia madura, la libertad de expresión y el rol de la prensa constituyen pilares fundamentales. La posibilidad de cuestionar al poder, de investigar con autonomía, y de informar con profundidad y pluralismo, permite que las sociedades no sólo se mantengan informadas, sino también vigilantes y conscientes de sus derechos. Sin embargo, este ejercicio requiere de una responsabilidad permanente, más aún en contextos electorales, donde los ánimos se agitan, los intereses se intensifican y los límites entre información y manipulación pueden tornarse difusos.
En tiempos de campañas, cuando los actores políticos se juegan el todo por el todo, algunos de ellos -desde las sombras o en alianzas no explícitas- buscan instrumentalizar a los medios y a los periodistas para validar versiones, desinformar o instalar sospechas que socaven la credibilidad de sus adversarios. Este uso oportunista de la prensa, disfrazado de “filtración”, “trascendido” o “denuncia ciudadana”, es una amenaza sutil pero poderosa para el tejido democrático, especialmente cuando se basa en rumores no verificados, documentos de procedencia opaca o testimonios sin contraste.
La función de los medios no es convertirse en caja de resonancia de intereses particulares, sino actuar como garantes de una deliberación pública informada, crítica y justa. No estamos llamados a juzgar ni a ser fiscales, sino a narrar los hechos con rigurosidad, consultar a todas las partes involucradas y entregar a la ciudadanía los elementos necesarios para que forme su propia opinión. Nuestra labor no es conducir ni manipular voluntades, sino propiciar el diálogo informado y plural, sin imponer verdades prefabricadas.
Esto no implica renunciar a la función fiscalizadora del periodismo, ni mucho menos abdicar de la misión de indagar donde otros callan. Pero esa indagación debe regirse por principios éticos claros: contrastar fuentes, evitar asociaciones antojadizas, distinguir hechos de opiniones y abstenerse de emitir juicios cuando no hay pruebas suficientes. La denuncia sin fundamento, la especulación disfrazada de información y la generalización de la sospecha sólo sirven para debilitar las instituciones, erosionar la confianza ciudadana y fomentar un clima de polarización que nada aporta a la democracia.
Es necesario también reconocer y valorar la labor de los órganos constitucionales y legales de fiscalización, como las contralorías, fiscalías, tribunales electorales o de justicia. Son ellos los responsables de investigar, sancionar o sobreseer según corresponda. A la prensa le corresponde acompañar esos procesos con transparencia, equilibrio y mesura. No somos jueces, ni verdugos, ni tribunales paralelos.
En definitiva, ejercer el periodismo en democracia no es sólo un derecho: es un deber con la verdad, con la ética y con la ciudadanía. Y ese deber implica resistir presiones externas, cuestionar al poder sin temor, pero también rechazar el uso instrumental de nuestra labor para intereses ajenos al bien común. La credibilidad de la prensa -y por ende, su capacidad de incidir en la vida pública- depende de su compromiso inquebrantable con la independencia, la veracidad y el respeto a los valores que sostienen toda convivencia democrática.




