La codicia y su dimensión social (II)
El domingo pasado me referí al problema de la codicia que, alojándose en el corazón humano, es capaz de deshumanizar y destruir toda solidaridad entre las personas, aun rompiendo los vínculos familiares, sembrando envidias, injusticias y divisiones; en una palabra, desolación. Como dice el texto bíblico: “la codicia es la raíz de todos los males”.
Mientras haya seres humanos, la codicia seguirá existiendo a pesar de sus terribles consecuencias. Por eso, no nos extrañe que, desde la antigüedad, la codicia sea una de las distorsiones más criticadas por quienes reflexionaban sobre la conducta humana, y esto debido a la fuerza deshumanizadora de la codicia, a su capacidad para destruir el deseo de bien en las personas y las injusticias que genera en la sociedad. La codicia es la pasión de la injusticia.
Intentemos, en este breve espacio, de entrar un poco más en el tema, distinguiendo entre la codicia como vicio individual y la codicia como conducta socialmente condicionada. Acerca del primer aspecto, puede servirnos lo que cuentan del magnate petrolero Jean Paul Getty, a quien preguntaron cuánto dinero es suficiente, y su respuesta fue “un poco más”; en ese momento, hace 70 años, era una de las personas más ricas del mundo, y “un poco más” significaba “nunca es suficiente”. Aquí se trata de una opción personal y una conducta que orienta la vida, y esa codicia individual siempre será, como decía el filósofo Spinoza, “una pasión triste”, pues vive de una carencia que no permite ser libre ni ser feliz: siempre falta “un poco” o un “más y más”.
Hay otra dimensión de la codicia, es la de una conducta socialmente condicionada por una ética inhumana, que pone la posesión de bienes y el consumo como indicadores supremos que confieren valor y sentido a las personas y consistencia a la sociedad. Es lo que pone de manifiesto el sociólogo y filósofo Zygmund Bauman en su análisis de la “modernidad líquida”, donde la satisfacción y el status social se obtienen por el dinero y el consumo, alimentando un ciclo permanente de insatisfacción y deseo. Así, la codicia no sólo es aceptada como una conducta normal, sino que es promovida para alcanzar lo que la “modernidad líquida” propone como “imagen de éxito”. Por eso, señala Bauman: “el deseo incesante de acumular y consumir más no es una falla del sistema, sino su condición necesaria, pues el individuo moderno es valorado por su capacidad de consumir, no por su virtud”.
Entonces, cuando la economía pasa a ser el valor supremo para juzgarlo todo, a muchas personas les parece extraño que eso sea cuestionable: es ingenuo, dirán algunos; es peligroso, dirán otros; porque cuando el dinero y el consumo son el valor supremo, no sólo se justifica la codicia, sino que ésta es considerada como el modo privilegiado de contribuir a una distorsionada comprensión del bien común.
El teórico social esloveno Slavoj Žižek, en su obra “Primero como tragedia, después como farsa” muestra como el capitalismo tardío -el de nuestros tiempos- ha transformado la codicia en una especie de “responsabilidad social empresarial”, en la cual la persona “próspera y exitosa” es percibida como un ser virtuoso que beneficia a la sociedad con su permanente búsqueda de mayores ganancias que derraman prosperidad para todos: “El resultado es una ética inversa, donde la codicia ya no es condenada, sino celebrada como un imperativo moral”, dice Žižek. Es la denuncia de la “teoría del chorreo” que ha tenido muchos profetas en nuestro país y pocos resultados.
Entonces, la codicia no sólo es una distorsión personal, sino que está socialmente condicionada ¡y legitimada! a través de estructuras económicas, políticas, éticas, culturales y mediáticas que promueven esta forma de vida triste y mezquina. Eso y no otra cosa, es lo que promueven las medidas económicas de gobiernos como el de Donald Trump, para -según dice- “hacer grande a América de nuevo”, sin importar las consecuencias que tenga para otros.
Por su parte, haciéndose eco del Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia, el Papa Francisco decía: “La codicia es la avidez desenfrenada de bienes, querer enriquecerse siempre. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesión es adictiva. El que tiene mucho nunca está satisfecho: siempre quiere más para sí mismo. Pero así no es libre: está apegado, es esclavo de lo que paradójicamente debería haberle servido para vivir libre y sereno […]. Pero la codicia es también una enfermedad peligrosa para la sociedad: por su culpa hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco o nada. Pensemos también en las guerras y los conflictos: el ansia de recursos y riqueza está casi siempre implicada”.




