Conductores fantasmas
Pavel Oyarzún Díaz
Escritor
Los testimonios de la época, tanto el de la crítica especializada como el de millones de espectadores en todo el mundo, aseguraron que en el instante en que vieron a James Dean en la pantalla, conduciendo su bólido en un suburbio de Los Ángeles, luchando por su honor, a 300 km/h y, de taco, por el corazón de Natalie Wood, nació una estrella. Nació un prototipo de héroe, sobre cuatro ruedas humeantes. Un Aquiles contemporáneo. ¡Y, por Dios que no se equivocaron! Hoy, a setenta años del estreno de “Rebelde sin causa”, todavía el rostro veinteañero del ídolo de Indiana, con un Lucky Strike, sin filtro, pendiendo de sus labios y su cabellera de oro, coronada por un sombrero de cowboy, continúa mirándonos, casi de perfil, desde el firmamento de los inmortales.
Veintitrés años después, este modelo de prócer automotriz extendió su cordón de plata hasta John Travolta, en el musical más visto de la historia del cine: “Grease”. En él, Travolta encarna a Danny Zuko, quien, a su vez, es un homenaje viviente a Elvis Presley. Todo conecta en la pantalla, al minuto de mantener vivos los mitos fundacionales del sueño americano; en este caso, el adolescente perpetuo, montado en un bólido. Hay, en el famoso musical de Randal Kleiser, una escena completa -la de mayor acción y tono heroico-, que viene directo de “Rebelde sin causa”, en tributo a la secuencia madre que forjó a este ícono de la posguerra estadounidense y, por alcance, de todo el occidente: el conductor suicida, que nunca muere. Que siempre triunfa, en la prueba de fuego.
Exactos veintitrés años después de “Grease”, en 2001, pulverizando marcas, llegó a las pantallas “Rápido y furioso”. Fue el estreno mundial del planeta tuning. Luego, se convirtió en una saga. Nueve entregas, sin respiro. Sin aliento. El mundo de los turbocompresores. De los alerones y llamaradas estampadas en el fuselaje. De aquellos que escriben en el asfalto, “MI DIOS ES VELOZ”. Aerolitos que vuelan por las calles, sin silenciador, miramientos ni piedad.
Millones de corazones palpitando, a fondo, frente a la imagen, supersónica, de esos bólidos; quemando neumáticos, derrapando, haciendo un trompo infinito, para luego continuar camino al estrellato -que no a estrellarse, desde luego-, convirtiendo las calles de Nueva York en un gran acelerador de partículas. O algo parecido.
Está escrito en El Génesis de la Gran Industria: En el principio era el bólido, y el bólido era Dios. Entonces no hubo punto en la tierra, por alejado de Hollywood Boulevard que estuviese, al que no llegara este ideal de kamikaze americano -norteamericano- y les fulminara el coco a legiones enteras de espectadores. Les robara el corazón.
Fue tal cual. Este modelo de héroe motorizado, creado en los 50’s, por los Grandes Estudios, alcanzó hasta los últimos andurriales sudacas que puedan imaginarse. Incluso logró llegar hasta Finis Terrae. Sí, llegó hasta las últimas avenidas, rotondas y costaneras de la tierra.
Pues entonces, de un tiempo a esta parte, en lo que va del cuartucho de siglo, todas las noches, de todos los santos viernes y sábados de vigilia, en esta penúltima ciudad del mundo -como es sabido, la última es la también imaginaria Ciudad de los Césares-, conductores rabiosos cruzan la noche, montados en sus bólidos, con el acelerador a fondo y, aunque en los hechos no alcancen velocidades estelares, se trata de velocidad, finalmente, ciudadanos. Velocidad de fin mundo. Velocidad sin gloria, si se quiere. Sea como fuere, sudando adrenalina, rasgan el velo de la noche, de un extremo a otro, como puñales de hielo.
Puede que estos pilotos del fin del mundo lo ignoren, pero en aquel velocímetro que palpita en sus almas llevan un soplo, una hilacha de plata, de los espíritus mayores: de Jim Stark. Atormentado y eterno; de Danny Zuko, rocanrolero e inolvidable; de Brian O’Conner, trágico e inalcanzable.
Fiebre de sábado por la noche. La escena es ésta: Paralelo 53º Sur, a un millón de kilómetros de cualquier parte. El viento más perro del planeta aúlla enloquecido, levantando nubes de polvo sobre las techumbres, sobre el tendido eléctrico, de una ciudad fantástica. Sobre todos y cada uno de los corazones. Parece un planeta abandonado. Sin embargo, allí van, los conductores fantasmas, al mando de sus bólidos, con alerones y escape libre, rápidos, furiosos, alucinados, jugándose el pellejo, en una película que no ve nadie.




