Necrológicas

Un hombre con mente de niño: la historia de un nieto y de la abuela que lo cuida

Jueves 4 de Septiembre del 2025

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  • Con 34 años y un 80% de discapacidad, Richard necesita apoyo permanente. Su abuela María, de 79 años, ha sido su sostenedora desde bebé.

Silvia Leiva Elgueta

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Desde que Richard tenía apenas algunos meses de vida, su abuela asumió el rol de cuidadora. Hoy, con 34 años, él vive con un 80% de discapacidad y una dependencia total que ha marcado la vida familiar y que abre la pregunta sobre el futuro de quienes no tienen redes de apoyo. Es por eso que buscan contar con una residencia en Magallanes.

Cuando María González Muñoz habla de su nieto Richard Panichini, lo hace con una mezcla de ternura y cansancio. A sus 79 años, lleva más de tres décadas dedicada a su cuidado, una tarea que comenzó cuando el niño apenas tenía nueve meses y que desde entonces ha marcado cada día su vida. Richard nació con microcefalia, un trastorno congénito que le dejó graves secuelas neurológicas.

“No habla claro, no tiene motricidad fina, se le cae la comida al comer, hay que molerle todo como papilla. No sabe leer ni escribir, no puede votar porque está inhabilitado. Para vestirse necesita ayuda porque no sabe ponerse los zapatos ni abrochar botones”, narra su abuela con naturalidad, describiendo una rutina que para ella se ha vuelto costumbre, pero que refleja una carga constante.

El camino no ha sido sencillo. Durante años, Richard sufrió episodios de agresividad que golpearon fuerte a su familia. En medio de esas crisis, hubo médicos y profesionales que marcaron la diferencia. María recuerda con gratitud al doctor Jorge Amarales Osorio, quien durante la infancia y adolescencia de Richard lo atendió y hospitalizó cada vez que fue necesario. Más tarde, otro especialista cambió su tratamiento y logró estabilizarlo con nuevas terapias y medicamentos. “Ese doctor para mí fue un ángel. Gracias a él, Richard cambió y ya no hubo más golpes. Ahora sigue con tratamiento, toma medicamentos todos los días y lo inyectan cada 14 días. Eso lo mantiene mucho más tranquilo”.

Pero los años pasan y el rol de cuidadora se hace cada vez más pesado. María tiene problemas de salud, dolores constantes y reconoce que ya no tiene la fuerza de antes. “Ahora es su tata el que lo viste. Yo ayudo en lo que puedo, pero moverlo, sujetarlo o cambiarlo ya no me da el cuerpo. Eso es lo más duro, porque los años pesan y el cuidado no se detiene”.

Richard asiste a Unpade, pero las necesidades de la familia no desaparecen. “Lo que más duele es pensar en el mañana. ¿Qué va a ser de él cuando yo no esté? Él no se vale por sí mismo, no sabe hacerse un café. Como digo yo: es un hombre con mente de niño. Y uno está todo el día con esa preocupación: ¿qué va a pasar después?”, se pregunta.

Un dilema

Esa inquietud no es exclusiva de esta abuela. Muchas familias en Magallanes que conviven con la discapacidad enfrentan el mismo dilema. El temor compartido ha llevado a impulsar iniciativas ciudadanas para levantar una residencia especializada en la región. María fue una de las primeras en sumarse. “Yo firmé porque sé que es necesaria. Se trata de darles un lugar digno, con terapias, tratamientos, medicamentos. Porque así como nosotros, hay muchísimas familias que viven lo mismo. Y los cuidadores no vamos a estar siempre”.

Su historia refleja también la renuncia silenciosa que cargan muchos cuidadores. Su marido debió dejar de trabajar para ayudar en la casa y acompañar a Richard. Eso significó perder un ingreso familiar, pero era la única opción. “Es un sueldo menos y claro que cuesta, pero no quedaba otra. Cuidar demanda todo el tiempo y toda la energía”.

Entre episodios difíciles, hospitalizaciones y días de agotamiento, también hay momentos de ternura. Richard, pese a sus limitaciones, mantiene gestos de cariño con sus abuelos y es parte inseparable de la rutina familiar. Sin embargo, sus cambios de ánimo todavía preocupan. “A veces me dice cosas feas: que estoy vieja, que busquemos otra nana. Nosotros lo entendemos todo, aunque no hable claro. Yo se lo comento al doctor y él mismo le ha dicho que me respete, que me quiera. Y con eso lo vamos controlando, porque uno tiene que aguantar mucho”.

El relato de María González es el de una cuidadora invisible, de esas que sostienen en silencio la vida de otra persona con todo lo que ello implica: desgaste físico, emocional y económico. Su historia, sin embargo, también es reflejo de un problema mayor que toca a decenas de familias magallánicas que, como ella, piden una respuesta concreta del Estado y la comunidad.

“Yo ya estoy cansada, los huesos no me acompañan, el frío me pasa la cuenta. Pero más allá de mi salud, lo que me duele es pensar qué será de él. Ese es el miedo que compartimos todos los que cuidamos: que cuando no estemos, nadie los quiera o nadie pueda hacerse cargo”, concluye.

En su voz hay un ruego silencioso: que el cuidado de su nieto, y de tantos otros, no dependa sólo de la fuerza de una abuela que envejece, sino de una red que garantice un futuro digno para las personas con discapacidad en Magallanes.

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