Necrológicas

Chile: el alma herida de un país

Por Diego Benavente Viernes 12 de Septiembre del 2025

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Por décadas, Chile ha sido celebrado como un ejemplo de modernización en América Latina. Un país que logró sortear crisis políticas y económicas, que lidera rankings de competitividad y que luce orgulloso su infraestructura, su conectividad, su estabilidad financiera. Sin embargo, como advertía Gonzalo Vial hace casi treinta años, este desarrollo tiene un reverso que pocos se atreven a mirar de frente: el país secreto. Ese que duele, que sangra, que se expresa con rabia contenida cuando nadie lo espera.

“Nos convertimos en un país rico, pero poblado por gente pobre”, dice Daniel Mansuy, retomando a Vial. Esa es quizás la frase que mejor sintetiza esta contradicción profunda: la de una modernidad coja, desequilibrada, que avanza a dos velocidades. Por un lado, tenemos la telefonía más avanzada de Latinoamérica; por otro, la educación básica más rezagada. Vivimos en un país donde el acceso al crédito para consumir es más fácil que el acceso a salud o pensiones dignas. Donde la esperanza que alguna vez tuvo la ciudadanía en el proceso constituyente se convirtió, como dijo Karen Thal, en “unas cachetadas a esa esperanza”.

El resultado es un estado de ánimo colectivo marcado por el cansancio, el escepticismo y la falta de horizonte común. “Chile está deprimido. Está deprimido y no ve futuro”, sentencia Thal, reflejando lo que muchos sienten, pero pocos articulan. El país no sólo enfrenta desafíos económicos o políticos, sino una crisis emocional y simbólica: hemos perdido el “sueño país”.

En este contexto, la política parece más reactiva que proactiva. Felipe Belmar lo dice sin rodeos: las políticas públicas de largo plazo han perdido protagonismo. Se gobierna para apagar incendios, no para construir futuro. Lo vimos con Piñera, cuyo gobierno fue interrumpido por una oposición que intentó sacarlo por la vía institucional en medio del estallido social. Y lo vemos hoy con Boric, a quien, pese a sus errores y titubeos, se le ha permitido continuar, quizás más por inercia democrática que por convicción.

Gerardo Varela lo resumió con acidez: “Este gobierno flotó pero no navegó para ningún lado”. Una frase que refleja el extravío de un liderazgo que prometió cambiarlo todo, pero que rápidamente se enredó en sus propias contradicciones, improvisaciones y falta de preparación. Mientras tanto, el país real -ese país secreto del que hablaba Vial- sigue esperando.

¿Qué nos pasó? ¿Cómo llegamos a este punto donde, nos enamoramos de la solución antes de tener claro el problema? Tal vez la respuesta esté en que hemos construido un relato de progreso que no se condice con la experiencia cotidiana de millones de personas. Hemos preferido maquillar la desigualdad, en lugar de enfrentarla. Hemos apostado por indicadores antes que por afectos. Por la macroeconomía antes que por el tejido social.

Pero las heridas no sanan solas. Necesitamos una nueva épica, una mirada futura que nos convoque, que nos devuelva el sentido de pertenencia. Sin ella, seguiremos viviendo entre el barniz del progreso y el alma herida de un país que no ha logrado reconciliarse consigo mismo.

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