Necrológicas

Putin y la falacia del “hombre providencial”

Por La Prensa Austral Domingo 5 de Octubre del 2025

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Jorge G. Guzmán
Exdiplomático y Académico

 

 

Hace algunos días publiqué una columna dedicada al significado que las anacrónicas aspiraciones imperiales de la Rusia de Vladímir Putin representan para Europa y para la comunidad mundial (y la paz global).

Una amenaza material que —en los campos de batalla ucranianos— suma más de 1,2 millones de bajas entre ambos bandos. Pese a ello, transcurridos 50 meses desde el inicio de la “operación militar especial” de Putin, ninguno de sus “objetivos estratégicos” ha sido alcanzado. La “guerra de desgaste” está lejos de terminar.

Mientras el conflicto se prolonga —y la ayuda europea se fortalece—, la frustración rusa crece. Esta se expresa en “acciones de guerra híbrida”, es decir, agresiones no convencionales realizadas por “activos independientes” encargados de campañas de desinformación, intervención en la vida política de países limítrofes y, especialmente, ataques informáticos a infraestructuras europeas esenciales como transporte, energía, banca y otros servicios.

Todo en paralelo a un esfuerzo por publicitar la gravedad que —para “los occidentales”— representan los “misiles nucleares tácticos ultrasónicos rusos”.

En términos de los principios del derecho consagrados en la Carta de Naciones Unidas, se trata de la “amenaza del uso de la fuerza” para conseguir un objetivo geopolítico: que Europa y el mundo abandonen a Ucrania a su suerte.

La razón de la sinrazón

Entre los comentarios recibidos a nuestra columna, algunos consideran que Putin “tiene derecho a recuperar la Rusia histórica”, mientras otros culpan a la “Europa woke” de haber provocado el conflicto ucraniano.

Nada de esto es así. Rusia no tiene derecho a modificar unilateralmente sus fronteras, mientras que ni el feminismo ni el ambientalismo están en la lógica de la agresión a Ucrania.

Respecto a lo primero, conviene recordar que, un mes después del golpe de Estado contra Gorbachov (agosto de 1991), la URSS reconoció formalmente la independencia de Lituania, Estonia y Letonia, hoy miembros de la Ue y de la Otan. En 1992, esa decisión fue ratificada por el gobierno de Boris Yeltsin, que retiró tropas y armas rusas de los países bálticos.

A cambio, las minorías rusoparlantes que permanecieron en esos países recibieron iguales derechos políticos. Estas minorías tienen representación parlamentaria y ni siquiera están obligadas a hablar el idioma local.

En el caso ucraniano, los “Acuerdos de Belavezha” (Minsk, diciembre de 1991), para disolver la Unión Soviética y establecer la “Comunidad de Estados Independientes”, devolvieron los límites anteriores a la Revolución Bolchevique de 1917. Tales límites incluían en Ucrania la región del Dombás y la península de Crimea.

Además, Kazajistán, Bielorrusia y Ucrania renunciaron en favor de Rusia al derecho de la ex URSS al asiento de Miembro Permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

En 1994, bajo los auspicios de Estados Unidos y Reino Unido, Ucrania y Rusia suscribieron el “Memorándum de Budapest”, por el cual Rusia adhirió al Tratado de No Proliferación Nuclear y transfirió a su territorio cientos de armas atómicas soviéticas que estaban en suelo ucraniano.

A cambio de este arsenal nuclear, Rusia volvió a reconocer los límites de Ucrania y se comprometió a no usar la fuerza contra su vecino. Eso, sin embargo, ya es historia.

La tentación del
 “hombre fuerte”

Putin cuenta en Chile con admiradores que le reconocen la condición de “hombre fuerte” llamado a detener la decadencia de su país. También se le ve como “defensor de los valores de la cristiandad”, una especie de “figura providencial” empeñada en la defensa de “los valores del Evangelio”.

No es así. Desde su veloz ascenso de coronel de la KGB a sucesor de Boris Yeltsin y presidente ad eternum, Putin no ha demostrado ni voluntad de entendimiento ni compasión hacia sus adversarios. Tampoco conmiseración hacia expartidarios, como exministros muertos en circunstancias luctuosas o hacia el mercenario Evgueni Prigozhin, fundador del Grupo Wagner, brazo armado en las guerras civiles de Siria y Sudán, y “punta de lanza” en la invasión de Ucrania (fallecido en un “accidente aéreo”).

Durante tres décadas aferrado al poder, Putin amasó una fortuna calculada en cientos de millones de dólares, mientras enriquecía a su entorno, al que la prensa europea denomina —en tono semiserio— “la familia Oligarski”.

El férreo control de los medios, la censura en internet y la persecución de minorías y disidentes (como el dramático caso de Aleksei Navalni) son otras características esenciales del régimen de “Putin, el hombre fuerte y providencial”.

A pesar de contar con el monopolio del poder, ese “hombre providencial” tampoco logró acortar la brecha en desarrollo y bienestar que existe entre Rusia y Occidente. En términos de Pib, en 2025 la economía rusa ocupa el undécimo lugar mundial, por debajo de países como Francia, Italia, Canadá y Brasil. Considerado per cápita, el Pib ruso ocupa el lugar 47°.

La falacia de “Vladímir
el conquistador”

Ese poder tampoco fue suficiente para lograr la conquista de Ucrania.

La ofensiva de 2022 fue rechazada y, desde entonces, las fuerzas rusas han perdido cientos de miles de hombres, miles de blindados, artillería y otros equipos.

Su aviación no logró la supremacía aérea y permanece reducida a operaciones a distancia con drones iraníes y bombas antiguas “dotadas de alas” (que carecen de precisión y explican la destrucción indiscriminada sobre objetivos civiles ucranianos). La Armada rusa perdió algunas de sus naves más sofisticadas y hoy no usa los puertos de Crimea porque se agrupa en la costa oriental del Mar Negro, lejos de la resistencia ucraniana.

Nada que celebrar. Si Putin soñaba con un selfie en Kiev, eso no sucederá. Incluso, su intrépida incursión en la región de Kursk fue la primera invasión del supuestamente inexpugnable territorio ruso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Rusia y la agenda woke

Por décadas fue evidente que, mientras Rusia modernizaba sus capacidades militares, gran parte de Europa se volcaba hacia una agenda global (o “woke”) centrada en cuestiones de género (feminismo, aborto desregulado y derechos para minorías sexuales), migratorias (ingreso masivo de migrantes) y ambientales (prohibición de energías convencionales y “transición energética”).

Aunque no está demostrado que las políticas feministas hayan mejorado la eficiencia o competitividad europea, sí es claro que el aborto es un factor en la caída de la natalidad (con efectos futuros sobre las pensiones), y que la migración masiva se convirtió en una pesada carga para los sistemas de salud, educación y seguridad social, además de un factor de inseguridad. En este ámbito, el malestar europeo recién comienza a manifestarse.

En el campo ambiental, los europeos fueron vanguardia en exigencias y prohibiciones a diversas industrias, como la automotriz, que fue obligada a virar hacia los autos eléctricos sin prever que, en un contexto de eclosión de la industria china del automóvil eléctrico, el costo final lo pagaría el consumidor de clase media.

Este caso ilustra el espíritu con el que gran parte de Europa fue gobernada por administraciones que confundieron “el querer ser” con la realidad. Hoy, en muchos países, esa manera de hacer política genera una reacción alérgica, que coincide con la elección de Donald Trump en Estados Unidos.

No obstante, si bien es cierto que la agenda global que mantuvo a los europeos mirándose el ombligo impulsó restricciones a las energías convencionales, también promovió la acelerada transición energética, que comienza con la disminución de las importaciones de gas y petróleo rusos.

Es más: ni la cuestión ambiental ni la discriminación positiva para transexuales explican la invasión de Ucrania. La lógica se encuentra en el cálculo de Putin para restaurar las fronteras de la Rusia zarista y perpetuarse en el poder. Full stop.

El nuevo muro europeo

La guerra en Ucrania y la guerra híbrida rusa sobre Europa catalizaron la ampliación de la Otan, que ahora está abocada a rearmarse y a levantar un muro de defensa desde el Ártico hasta el Mar Negro.

Independientemente de los “esfuerzos pacificadores” de Donald Trump (quien parece haber cambiado de opinión respecto de Putin), en el corto y mediano plazo Europa y el mundo vivirán al borde de un conflicto con lógica anacrónica.

En términos valóricos, esto implicará optar entre “la democracia de Putin”, con libertades mínimas y sin control político ni fiscal (un régimen de “derecho divino” del siglo XVIII), y la democracia occidental contemporánea que —con todas sus falencias— sigue sostenida en los valores del humanismo cristiano y republicano, con libre alternancia en el poder y libertades y controles político-sociales propios de los sistemas de convivencia del siglo XXI.

Biobío

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