Madurez política para Chile
Los países, al igual que las personas, avanzan sólo cuando son capaces de aprender de sus errores. Las naciones que progresan son aquellas que extraen lecciones de sus experiencias pasadas -sobre todo de las malas- y las transforman en guía para no reincidir en los mismos tropiezos. Chile no debiera ser la excepción. La reciente experiencia del Frente Amplio en el gobierno debería ser un punto de inflexión que marque un antes y un después en nuestra historia política contemporánea.
Durante años, la irrupción de dirigentes estudiantiles en la política nacional fue vista como un aire fresco. Jóvenes con discurso moralizador, críticos del establishment y portadores de una supuesta superioridad ética. Sin embargo, el paso del tiempo demostró que el ímpetu idealista no basta para gobernar. Tal como lo resumió el analista Kenneth Bunker en el medio ExAnte: “Los liderazgos jóvenes emergieron cuestionando a los viejos referentes, pero al llegar al poder adoptaron las mismas prácticas que criticaban y debieron convocar, irónicamente, a quienes habían desplazado para darle conducción al barco. El resultado es un gobierno que perdió su identidad original y que hoy es administrado más por necesidad que por convicción”.
Esa frase condensa el desencanto ciudadano. Un proyecto político que prometía transformar Chile terminó repitiendo los vicios de la vieja política: improvisación, amiguismo, pugnas internas y falta de conducción. La ilusión de una “nueva forma de gobernar” se desvaneció rápidamente, dejando tras de sí un escenario de frustración, deterioro institucional y creciente desconfianza.
La sociedad chilena, sin embargo, parece haber tomado nota. El rechazo a la propuesta constitucional -una de las más radicales e ideologizadas de nuestra historia reciente- fue una señal clara de madurez cívica. Los ciudadanos se negaron a validar un texto nacido en medio de la agitación política, redactado sin la prudencia ni el conocimiento técnico que una Constitución requiere. A eso se suma la caída sostenida en la evaluación del gobierno y de sus principales dirigentes, incluido el propio presidente, que hoy son percibidos con una severidad inédita.
El recuerdo de estos años grises -marcados por la incertidumbre económica, el retroceso institucional y la violencia social- debería funcionar como un mecanismo de defensa colectiva. Un antídoto para no volver a entregar las riendas del país a la inexperiencia disfrazada de renovación. Gobernar exige más que juventud y consignas; exige conocimiento, responsabilidad y capacidad de diálogo.
Otra lección que deja este periodo es que las constituciones no deben redactarse en momentos de euforia o crisis política. La historia demuestra que las mejores cartas fundamentales fueron elaboradas por grupos de élite técnica e intelectual, personas preparadas y con una visión de Estado que trasciende el corto plazo. Confiar en que una elección popular, cargada de emociones y polarización, producirá los mejores redactores de una Constitución es una ingenuidad que Chile ya pagó caro.
El desafío que enfrentamos hoy es doble: aprender de nuestros errores y recuperar la confianza en la política como un espacio de servicio público, no de aventuras personales. Sólo así podremos construir un país que avance con paso firme, guiado por la experiencia, la razón y el sentido común.




