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La Antártica y Magallanes: pasado, presente y futuro

Por Jorge Guzmán Domingo 9 de Noviembre del 2025

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Desde fines de la década de los 80, la creciente preocupación por los efectos del cambio climático convirtió a las regiones polares en sujetos de un creciente interés. En terreno, eso significó la multiplicación de equipos y actividades científicas que, en el caso de la Antártica, se tradujo no sólo en la llegada de más investigadores, sino también de  ONGs que descubrieron a la Región Polar Austral como un territorio fértil para sus actividades y su financiamiento.  

En el contexto del colapso de la URSS y la ideología de la lucha de clases, la cooperación internacional para luchar contra el cambio climático ofreció una ventajosa oportunidad para migrar desde el comunismo al ambientalismo y al internacionalismo (y otros ismos hoy en vogue).

Especialmente desde 1991, algunas ONGs fueron eficientes en movilizar a sus países de origen para desarrollar programas polares que, independiente de sus contenidos y alcances prácticos, les habilitan para ingresar al debate antártico, originalmente establecido por Chile y otros once países con tradición polar. 

Pasados más de treinta años, hoy una parte medular de la investigación y los reclamos del ambientalismo se radican en el sector magallánico de la Antártica. 

Quizas por eso a la fecha el debate antártico se observa sobrepoblado y absorto de las amenazas de orden geolegal, geoeconómico y geopolítico que se ciernen sobre el Sistema del Tratado Antártico, en cuyo ámbito -como resultado de la internacionalización de la agenda antártica chilena- nuestro país aparece reducido a una mera plataforma de servicios y/o puerta de entrada.

El pasado

Nuestros derechos soberanos sobre el sector americano de la Antártica no dependen de dicha condición de puerta de entrada.

Tampoco -como coloquialmente se sostiene- de los derechos heredados de España (Tratado de Tordesillas con Portugal de 1494). Al menos, no en lo sustantivo.

En términos contemporáneos, los derechos polares chilenos derivan, primero, de la presencia permanente y verificable de nacionales en los territorios marítimos y terrestres plus ultra la latitud 60° Sur. Esa presencia data, a lo menos, del verano antártico 1820-1821, esto es, del primer ciclo lobero antártico, catalizado por el descubrimiento de las islas Shetland del Sur (1819). Verificada la existencia de dicho archipiélago, desde Valparaíso la noticia se difundió urbi et orbi. Inmediatamente después, decenas de embarcaciones loberas y balleneras se precipitaron hacia esas latitudes, siendo una de ellas el modesto bergantín Dragon de Valparaíso, cuya tripulación logró desembarcar en la Península Antártica (ergo, terra firme) en un sitio inmediatamente al sur de la Isla Decepción.

En términos del Derecho Internacional del siglo XXI, ese acontecimiento debe leerse como el descubrimiento del continente Antártico al cual debe asociarse el titulo jurídico respectivo.

Desde el primer ciclo lobero, puertos, naves y tripulaciones chilenas participaron activamente de actividades antárticas: primero Valparaíso y Talcahuano, y luego desde puertos chilotes y Punta Arenas.

En este último caso, desde la década de 1870 los loberos magallánicos usaron y ocuparon la Antártica americana, dejando rastros conocidos de su presencia. El conocimiento acumulado por los marinos chilenos resultó enseguida instrumental para los primeros científicos que, desde la década de 1890, se hicieron regulares en el territorio polar chileno. Incluido el rescate de los náufragos de la Endurance desde la Isla Elefante (1916), el apoyo logístico garantizado por Magallanes fue esencial para el éxito de varias expediciones que aportaron a la sustancia del conocimiento del último continente.

Relevante para el interés chileno es que, durante ese periodo, la presencia magallánica alcanzó uno de sus puntos más altos con la instalación de la Sociedad Ballenera de Magallanes en la Isla Decepción (1906). Desde allí los marinos magallánicos ocuparon y usaron las aguas de ambas costas de la Península Antártica y cruzaron el Círculo Polar. Entre otras proezas, se incluye el primer rescate antártico (aquel del transporte noruego Telefon en 1909), que, una vez remolcado hasta Punta Arenas, fue incorporado a la flota nacional.  

En ese mismo escenario, la vecina de la Avenida Independencia de Punta Arenas, Wilhelmina (Minna) Schröder-Andresen, se convirtió en la primera mujer no solo en visitar, sino vivir en la Antártica durante los largos veranos polares entre 1906 y 1916. Es caso seguro que Minna fue, además, la primera mujer en cruzar el Círculo Polar Antártico. Los restos de su esposo, el gran héroe polar chileno, Adolf Amandus Andresen, descansan en el Cementerio Municipal de Punta Arenas.

Estos y muchos otros registros geo-históricos avalaron la dictación del Decreto Antártico de 1940, en el cual, en términos estrictos, el Estado de Chile no reclamó territorios en la Antártica, sino simplemente, delimitó con precisión sus límites exteriores, a saber: el meridiano 53° Oeste (por coincidir con el punto de inicio de la frontera entre Brasil y Uruguay, antes entre España y Portugal), y el meridiano 90° Oeste, consuetudinariamente el límite occidental del hemisferio occidental (las Américas).

La consistencia ejercitada por Chile en estas materias explica la trascendencia del aporte chileno a la Conferencia de Washington de la cual deriva el Tratado Antártico (1959). La Pax Antarctica -que hizo posible que ese tratado evolucionara hacia un sistema multilateral que posibilita la cooperación política y científica- se sustenta en una norma propuesta por Chile (Art. IV del Tratado Antártico). Esa norma establece una moratoria en materia de reclamos territoriales, mientras el Tratado esté en vigencia.

Dicha norma (que reconoce que, en materia de territorios, estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo), fue propuesta por Chile como una alternativa viable a aquella del fideicomiso, inspirada en el caso de Spitzbergen/Svalbard (Tratado de Paris de 1920), que estableció el uso compartido de un archipiélago administrado por Noruega, pero explotado por otros países (minas de carbón rusas).  Ocurre que, conforme lo establecido en 1940, al menos hasta 1991 (año de la prolongación de la vigencia del Tratado vía un Protocolo Ambiental), Chile de plano se negó a reconocer autoridad a cualquier otro Estado en el espacio de la Antártica Chilena. 

El presente

El perfil ambiental de la Antártica se ha consolidado en los últimos treinta años de la mano de la preocupación global por los efectos del cambio climático. Este hecho también explica la popularidad de la Región Polar Austral como destino turístico, hoy convertido en un asunto de importancia económica y, por extensión, problema político y geopolítico (i.e. Argentina/Ushuaia).

El crecimiento exponencial del turismo antártico (muy reglamentado) ha visibilizado a la Antártica ante la opinión pública mundial que, desconociendo la antigüedad y precedencia de la presencia, uso y ocupación chilenas, parece haberse acostumbrado a entender que la Antártica es de todos y de nadie. No es así.

Esa distorsión de la historia, la geografía, los compromisos internacionales vigentes (y el mandato del Decreto Antártico de 1940 y del reciente Estatuto Antártico) afecta no solo ONGs de raíz extranjera, sino también ciertos servicios públicos que parecen ocupados en relativizar de los derechos soberanos del país (Chile no es más que la puerta de entrada a la Antártica). En los hechos y en el derecho, esa relativización es una infracción a la ley.

Esa misma actitud explica las trabas que ciertos servicios imponen a las actividades de la pesca antártica chilena, mientras flotas extranjeras se benefician de los recursos marinos del Mar Austral Chileno. En todo esto no solo hay desconocimiento e ideologismo naive, sino que una enorme irresponsabilidad (da igual lo que pase en la Antártica…). 

Sostengo que la internacionalización de la agenda polar chilena no solo es inconsistente con el mandato de la ley, sino que una omisión interesada de la larguísima tradición polar chileno-magallánica. La internacionalización disfrazada de cientificismo, ambientalismo y buenismo gratuito es frontalmente contraria a nuestros derechos resultantes del descubrimiento, uso y ocupación permanente de la Antártica Chilena. Estamos en presencia de un daño estructural al interés permanente de la Republica.

El futuro

El ethos internacionalista y buenista que ha permeado a ciertos estamentos del Estado es alarmante. En lo principal, porque también se interesadamente abstrae del conflicto entre la normativa del Sistema del Tratado Antártico y aquella de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), particularmente en materia de plataforma continental más allá de las 200 millas.

La opinión publica sabe que en 2005 -no obstante lo prescrito en el Tratado Antártico- en 2005 Australia reclamó territorios submarinos al interior del área de aplicación del Tratado de 1959 y que, en 2009, Noruega y Argentina hicieron lo mismo. In extremis, en 2022 Chile presentó un primer reclamo correspondiente al área occidental de la Península Antártica. Este último se sobrepuso al reclamo argentino, dejando establecida una nueva disputa territorial. 

Australia, Noruega, Argentina y Chile son miembros originales del Tratado Antártico.

Es más, toda vez que el reclamo argentino abarca (conforme con la Convemar) espacios al sur del cabo de Hornos, Chile está enfrentado al vecino en otra disputa territorial, en este caso por la plataforma continental de las islas del cabo de Hornos y Diego Ramírez (reclamada en 2009 por Buenos Aires). 

Desde un punto un vista jurídico, político, geopolítico y -trascendente- también geocientífico, los reclamos chileno y argentino por la plataforma continental entre el Punto F del Tratado de Paz y Amistad (sur del cabo de Hornos) y las costas de la Antártica son lo mismo. A la vez que encierran un peligro para la continuidad para el modus vivendi antártico, a largo plazo constituyen una sombra que amenaza la estabilidad de la relación bilateral.

Aun así, este complejo problema parece no haber sido prioridad para la política exterior del actual gobierno. Recordemos que a finales del gobierno de Alberto Fernández (2021), luego de nombrar al experto que la representaría (Marcelo Cohen, candidato a Juez de la Corte Internacional de Justicia), Argentina invitó a Chile a iniciar el procedimiento de solución pacífica de controversias previsto en el Tratado de Paz y Amistad de 1984. Eso, entendemos, luego que un paso anterior, el diálogo directo entre cancilleres, no diera resultados. En 2022 el gobierno nombró como experta a la exsubsecretaria Carolina Valdivia, cuyo temprano fallecimiento impidió que el procedimiento progresara. 

No obstante, transcurridos cuatro años desde que Argentina invocara el TPA para comenzar a resolver un problema que, en aras de la relación bilateral a largo plazo, debemos aclarar cuanto antes, de fuentes confiables sabemos que el actual gobierno no ocupó del asunto (el que nada hace, nada teme).

También se sabe que no todos los reglamentos establecidos en el Estatuto Antártico han sido confeccionados y dictados, a pesar que la misma ley fijó un plazo que venció en 2022. 

A lo anterior se suman otros inconvenientes. Por ejemplo, que el recorte del presupuesto de las FF.AA. afectará nuestra movilidad y logística, al menos por el periodo 2025-2026. Por lo pronto, el nuevo rompehielos continúa atracado en Punta Arenas, mientras naves de otros programas antárticos ya se hicieron a la mar.

La pirotecnia de los viajes y selfies en la Antártica no pasa de ser turismo de Estado. Mientras que -conscientes que en la geopolítica del siglo XXI la Antártica y el Mar Austral Circumpolar serán incluso más importantes- viejas y nuevas potencias antárticas (i.e. China, India, Turquía, Brasil) refuerzan sus capacidades científicas y logísticas, para asegurarse una participación de sustancia no solo en el conocimiento de la Antártica, sino en la futura explotación de sus recursos.

Mientras eso ocurre, el ethos internacionalista de la agenda chilena relativiza nuestra larguísima tradición polar y nuestros derechos soberanos, ya sea apoyando actividades de ONGs con programas incompatibles con el interés nacional, o malgastando recursos del Fisco en actividades efímeras e irrelevantes.

El futuro de la Antártica Chilena es complejo. Si los plazos para la nueva prolongación del Sistema del Tratado de 1959 podrán ser revisados de manera simple desde fines de la década de 2040, el conflicto entre la normativa de la Convemary aquella del Tratado Antártico es ya un asunto actual y de facto.

Por lo mismo, resulta aconsejable y urgente una revisión de la lógica y objetivos de largo plazo de nuestra política antártica, pues, a todas luces, el ethos internacionalista mencionado es inconsistente con la lógica del Decreto de 1940 y la Ley Antártica: lo uno o lo otro. 

Si, como aconseja el interés del pueblo chileno, el Estado opta por ser fiel a su tradición y a sus derechos, entonces es imprescindible un golpe de autoridad que, en lo principal, ordene el actuar de todos los operadores antárticos chilenos, públicos y privados, de modo que cada actividad polar nuestro aporte, de forma medible, a los objetivos de la ley. Asimismo, es fundamental penalizar cualquier desviación en este ámbito, que o ponga en duda, en cualquier sentido, nuestros derechos soberanos.

Por lo pronto, cualquier actividad que no se ajuste a la defensa de los derechos antárticos chilenos no debería contar con financiamiento público, al igual que cualquier servidor público para quien tales derechos son relativos o no existen debe, sin mediar plazo, ser separado de sus funciones.

Sin un golpe de autoridad y un orden esencial, nuestra políticas y nuestras actividades antárticas carecen de sur y, al final, no son nada más que gastos con cargo al tesoro público.

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