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El Ciruelo

Por Pavel Oyarzún Domingo 16 de Noviembre del 2025

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Hay pasajes de nuestro prontuario social que obligan a pensar que ciertas ideas de avanzada, propias del mundo contemporáneo, como las de los derechos civiles, llegaron hasta nosotros con retraso. Es más, que la historia misma llegó con retraso. Entonces, en busca de una coartada, podríamos atribuir al aislamiento —por seguir la hilacha de un determinismo geográfico piñufla— la conformación de una sociedad retrógrada. Momia. Facha. Una especie de Deep South patagónico. Algo parecido.

He aquí un primor: Noviembre de 1969. Poco antes de las doce, dos agentes de la policía de investigaciones —teniente y subteniente— detienen a un sospechoso, en pleno centro. Lo toman con fuerza y lo conducen hasta la plaza de Armas, donde lo arrojan sobre uno de los bancos, de su esquina norte. El sospechoso no ofrece resistencia. Una vez sentado en el banquillo, proceden a interrogarlo. El teniente le ladra que por qué viste así, como maricón. Como invertido. Que por qué se deja esa melena de drogo, de colérico. De colérico y de invertido, insiste, dándole un sopapo en el mentón, con el dorso de su garra policíaca. Luego continúa: que por qué anda con toda esa mierda bajo el brazo, indicando los cinco discos de vinilo que portaba el sujeto al momento de su detención y que ahora están esparcidos sobre la acera. La “mierda” a la que se refiere son dos “larga duración” de los Rolling Stones, uno de The Who, otro de Creedence, y dos “singles” de Joan Báez. Enseguida, con un gesto de máscara, da una orden a su ayudante. Éste —sabueso de nacimiento— interpreta el gesto de su jefe al toque y extrae de un bolsillo de su chaqueta un par de tijeras de acero, que relumbran al sol de un mediodía despejado.

Entonces se abre la “peluquería” de la plaza. El subteniente tijeretea duro y parejo ese casco peludo. Le da fuerte, al estilo cuchillero. Sin embargo, el sujeto permanece quieto, con un semblante sereno, hasta complacido, tal como si él mismo hubiese pedido el corte. Tampoco dice algo. Incluso sonríe un poco.

El sujeto del banquillo —el sospechoso— es Carlos Kelly Petersen, alias el Ciruelo. Es un tipo joven, alto, rubio, que acostumbra pasear su estampa desgarbada y colorinche por las calles céntricas de la ciudad. Un bicho raro. Viste pantalones de campana, botines con tacones, estilo Beatles, camisas a rayas (amarillas), o floreadas, o con lunares púrpura, calipso. También se ahorca con collares de mostacilla. Pero lo más inquietante, para quienes transitan a diario por la arteria principal, es el pelo largo del Ciruelo. Escandalosamente largo. Imposible no verlo. Imposible no sufrirlo, sobre todo en esta “perla del estrecho”, donde los muchachos, desde su más tierna edad, solo saben de dos estilos de corte: escolar o militar. Aunque hablar de estilos, en ese caso, parece una broma.

La sola estampa del Ciruelo es una ofensa. Un insulto. Una puteada en la cara de una comunidad tranquila, libre de rock, de folk y al rape. En realidad, fue ofensa hasta pasadas las doce de un día de noviembre soleado, de 1969, cuando los agentes de la ley tomaron —literalmente— el toro por las astas.

Pero falta lo mejor: mientras los detectives rapan al Ciruelo, grupos de curiosos se reúnen en la esquina y acera de enfrente, a observar la escena. Ríen y comentan por lo bajo. De pronto, alguien aplaude. Y enseguida aplauden todos. Es algo espontáneo. Ese aplauso cerrado les brota del alma. Es su forma de agradecer a los policías por aquel acto de higiene moral. De justicia. De decencia.

Si acaso alguien, proveniente de cualquier punto civilizado, observara in situ este cuadro, podría creer que cayó en medio de una colonia de monjes parabalanis —por algún motivo sobreviviente en este confín— o entre una especie de yanomamis australes, sin contacto con el exterior. Algo así. En medio de una comunidad remota, congelada, que no sabe nada de Woodstock, del mayo francés, de Tlatelolco, de Dylan, de las marchas por la paz en Vietnam, de Martin Luther King. Nada de nada. Cero.

Finalmente, paradoja y escalofrío: un año antes, la misma esquina norte de nuestra plaza de Armas vio pasar la figura baja y algo rechoncha de Walter Rauff, exoficial de las SS nazis —radicado por años en Tierra del Fuego—, responsable del asesinato de decenas de miles de personas durante la Segunda Guerra Mundial. No usa chapa. Usa su nombre. Sin embargo, en nuestra ciudad solo despierta simpatías. Saluda a medio mundo, tal como si aquí nadie supiera nada de los campos de exterminio: Auschwitz, Treblinka, Dachau, Jasenovac. Nada de nada. Cero.

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