El quemadito
Hay gente que definitivamente llega a este mundo conectada con la mala pata y que me recuerda a Lagunas, aquel personaje de Manuel Rojas cuya vida era una oda al infortunio.
Tuve un vecino que formó parte de esa poca envidiable legión de “quemados”.
Con decirles que un día se sentó en un pajar…y se clavó con la aguja.
Era un vecino de esos inolvidables. En él habían venido a acumularse las desilusiones y amarguras que pueden bastar para colmar tres o cuatro vidas corrientes. Y es que el destino no es precisamente un modelo de equidad cuando se pone a repartir sinsabores.
Con una guirnalda de hechos desfavorables, mi amigo se transformó en un tipo agnóstico primero; y ateo, después.
Al cabo de un tiempo se transformó en supersticioso. Hasta lo llegué a entender porque -después de todo- la superstición no es otra cosa que la religión de los ateos.
Caminaba a paso cansino y semidoblado. Cuando le preguntaban por su distimia y su actitud en permanente colisión con el entorno, respondía con esa calma resignada con que hablan los mustios de alma:
– Soy un pesimista, claro. O sea, soy un optimista… pero bien informado.
Con ese modo de concebir la vida, mi vecino ingresó al Partido Amarillos, se suscribió a El Siglo (pagando dos años por adelantado) se puso a defender la UF y se compró una parcela en Temucuicui.
Como la suerte le siguiera siendo esquiva, se hartó de todo y propuso cambiar. Habló con un amigo que tenía -a su vez- un vecino amigo del exsubsecretario Manuel Zacarías Monsalve, quien lo “sacaría” de su penosa situación. Hizo los contactos pertinentes y partió a Santiago a hablar con el hombre encargado de la seguridad en Chile. Pero Monsalve no estaba en su despacho ministerial, sino atendiendo temas muy personales en un motel.
El hombre volvió de Santiago más triste que un velorio en viernes Santo, para renovar su stock de penurias y reveses.
A instancias de un amigo, quiso ingresar al Movimiento Amarillos por Chile, que dejó de existir en la última elección. Luego, el amigo le convenció que se hiciera cargo de la oficina de Eduardo Artés, nada menos que candidato a la Presidencia de la República.
Pero Artés salió último y estuvo a punto de no aparecer ni en la papeleta.
Ante sugerencia de algunos de sus amigos, vendió lo poco y nada que tenía: dos casas Copeva y optó por dárselas de empresario. A los quince días se instaló con un circo, aunque la Diosa fortuna una vez más se ensañó con él: al cabo de dos semanas, le empezaron a crecer los enanos.
¡Era quemado mi vecino!
Entonces el hombre “tomó el toro por las astas”…y éste lo embistió.
Irritado a más no poder con la existencia, sacó todos los ahorros del Banco y se fue a jugar al Casino de Viña del Mar.
Las cosas no partieron nada de mal.
En las dos primeras apuestas pudo ganar algo de dinero.
Entusiasmado, decidió jugar todas las fichas a un solo número.
Pero…salió una letra.




