El frente ruso
Pavel Oyarzún Díaz
Escritor
Los muchachos comunistas de antes -cuando fuimos comunistas, de carné- éramos dramáticos, tirando a trágicos. Creíamos en la lucha de clases, en la revolución. Nuestra canción de cuna, como dice Lemebel, fue La Internacional. Varios de nosotros, antes del golpe, habíamos sido Pioneros. Habíamos marchado por Allende y por Vietnam. También habíamos visto nuestras casas allanadas y a nuestros padres y parentela hechos prisioneros. Por ende, militar en la Jota, en los 80, tenía el honor del riesgo y el de ser una misión, al mismo tiempo. Teníamos un lugar en la posta larga de la revuelta obrera, iniciada en la pampa del Tamarugal, a principios del XX. Recabarren era nuestro padre de la patria. Sin embargo, por estirpe, nuestros corazones migratorios iban más allá todavía; volaban hacia el este, hacia el levante proletario. Éramos hijos de Lenin. Éramos komsomoles.
Digo esto pensando en que hoy por hoy militar en un partido político, cualquiera que este fuere, parece ser algo mucho más lábil. Menos personal y más telemático. Más liviano, casi ingrávido. Puede que sea una ilusión óptica, pero, al parecer, hoy se puede militar en un partido, sea de izquierda o no, con el mismo compromiso que se necesita para integrar una red de amigos, de compinches. De tuercas o truqueros salvajes. De locos por el paddle. En esa cuerda.
Insisto, en los remotos 80, todo parecía de vida o muerte. Y tal vez lo era. Podíamos dejar el alma en los alegatos, fumándonos las uñas. Discutir a vuelta de órbita, hasta las tantas. Cumplir con nuestras tareas de exploración del territorio. Morir en la rueda. Seguir el conducto regular. Ser puntual en los “puntos”, cumplir con los tiempos marcados en la orden del día. Ser comunista era, entre otras cosas, una prueba de voluntad. De abnegación. En los días de jaleo callejero o de propaganda roja, significaba amanecer antes que la naturaleza, como diría Thoreau. Y luego sentir un secreto orgullo por una pintada en un muro estratégico, como si distinguiéramos nuestra mano grabada en una caverna. Uno de nuestros sueños -ero-revolucionario- era estampar, en el muro de un regimiento, la hoz y el martillo.
Claro que no éramos los únicos en esta deriva dramática. Todo nuestro ambiente estaba crispado, en una refriega ideológica declarada y que, por entonces, creíamos crucial para nuestras primaverales vidas. En su estilo, los muchachos de la Juventud Demócrata Cristiana, por ejemplo, también respiraban su propio drama. Vivían enrollados con Jacques Maritain y el Vaticano II. Con eso de la Revolución en Libertad, que, bien pensado, es un reverendo oxímoron, ¿o no? Pero esa es otra historia. Por nuestra parte, aún respirábamos el hielo de Stalingrado. Creo que se entiende.
Hablando de Stalingrado, en un tiempo anterior a la Jota, en plena infancia partisana, durante los inviernos nevados, en el baldío al que llamábamos La Pampa, jugábamos a la guerra, como era habitual entre los chicos neandertales. Pero no éramos soldados yanquis en las Ardenas -como en las películas de la tele-, sino soldados del Soviet, en el Frente Ruso, limpiando de nazis la estepa. Vivíamos en una canción de gesta. Portábamos nombres sacados de “Así se templó el acero”. Entonces, estábamos a años luz del Gulag, de la tragedia estalinista. Nuestra estepa era todo el baldío, desde el astillero hasta la calle Talca, y desde Miraflores hasta la frontera norte, en nuestra Gran Guerra Patria.
Militar en la Jota no era solo pertenecer a un partido, era pertenecer a una cultura. La cultura comunista. En consecuencia, significaba asumir una forma de interpretar la realidad. Y una conducta frente a ella. El esgrimir un idioma propio, con términos cruciales para nuestras existencias. Un comunista -la idea era que solo un comunista- podía detectar a otro, por ciertos giros en su habla, por el empleo de palabras clave en el diccionario rojo. Ir pertrechados de una simbología proleta + una galería de retratos llenos de significados, con himnos, con evangelio propio. Y, quizás más importante aún, saberse dentro de una historia; ser un paso, una pequeña y piruja huella en un lento avance de hormigas tenaces, donde el individuo -las fronteras personales- nunca debía reemplazar al colectivo. La vida, la historia, eran siempre vistas de forma anónima; confundidos con la muchedumbre.
Insisto, éramos dramáticos, tirando a trágicos. Vivíamos en otro planeta. Sin embargo, por lo observado, los comunistas de hoy -neocomunistas, en el apocalipsis del partido y de todos los partidos del XX- viven su militancia sin “neura” alguna, sin peso ni pesadumbre, en modo relax, como quien pertenece a un club o a un grupo de WhatsApp. Algo así.
Definitivamente, los tiempos cambian. Y todo lo que parecía sólido se deshizo en el aire, como diría Marx (no Groucho, sino Karl).




