Necrológicas
  • – Luis Rubén Bahamonde Bahamóndez
  • – Arístides Vargas Morris
  • – Bernardita Ojeda Vargas
  • – Antonio Guentelicán Guineo
  • – Pedro Antonio Sánchez Villarroel

Viviendas compartidas: contra el frío, la soledad y el olvido en la vejez

Domingo 30 de Noviembre del 2025

Compartir esta noticia
121
Visitas

– Entre enfermedades, pobreza, duelos y silencios largos, 24 personas mayores llegaron al condominio de Viviendas Compartidas para personas mayores en Punta Arenas, administrado por el Hogar de Cristo. En un país donde la soledad crece, el aislamiento se hace costumbre y los mayores mueren sin compañía, este proyecto muestra qué sucede cuando la vejez deja de depender de la suerte.

Matías Concha P. 

En Punta Arenas, el viento nunca se detiene. Cruza las calles, dobla las esquinas y se mete entre las casas recién entregadas del condominio de Viviendas Compartidas, administrado por el Hogar de Cristo. José sale primero, afirmado del brazo de Ana; Aida camina detrás, cuidando que el chaleco no se le vuele; y Venus observa desde el umbral como si llevara días esperando ver quién se asoma. Son personas mayores que, después de años de abandono, llegaron aquí buscando algo tan básico como urgente: un lugar donde no envejecer solos.

“Me ven bien, contando chistes, pero por dentro estamos hechos bolsa”, dice José Antimán (65), sin bajar la mirada en la casa 3 del condominio.

A su lado, está Ana del Carmen Taura (63), su pareja desde hace 18 años y su cable a tierra, como él la define. No tuvieron hijos. Ana crió a un sobrino junto a su hermano; cuando él murió, quedó sola cuidando a su madre hasta que también la perdió. Con esa doble ausencia quedó sin casa, sin ingresos y sin red de apoyo. Hoy ese sobrino, al que vio crecer, es el tutor legal de ambos. José y Ana comparten, además, una lista médica larga: fibromialgia, artrosis, hipertensión y diabetes.

“Antes de llegar acá, era difícil sobrellevar la vida. La psicóloga me dijo que buscáramos una manera de distraer la mente, porque si no iba a terminar muy mal”, cuenta José, sin dramatizar.

La historia es simple y tremenda a la vez: un día, viendo televisión, escuchó a Fernando Vergara, el humorista que interpreta a La Pola, gritar su clásica frase: “Cholo”. José la imitó para sacar una risa y la voz se le empezó a quedar. La broma creció. Lo llamaron de la radio Carnaval y ahí encontró un espacio fijo: primero en un programa de la mañana, después en uno infantil, y hoy aparece casi a diario.

“Si no cuento un chiste, me siento raro”,  dice, como si fuera una rutina médica.

Ana lo mira con un orgullo.

“Es verdad. Aquí todos lo conocen como el Cholo”, señala.

José se ríe, acomodándose en la silla.

“Los auditores ya me tienen cachado. “Ya, Cholito, cuéntate uno”, me dicen. Y yo parto. A veces Melón y Melame, a veces algo más suave… depende del público”.

Hoy, cuando se escucha a José reírse o imitar voces, cuesta imaginar lo que venían cargando. Durante años vivieron al día, había meses en que no les alcanzaba para comer y otros, en que la angustia los dejaba inmóviles. Las crisis de pánico de Ana, sumadas al dolor crónico de ambos, volvían las noches interminables. En ese tiempo, aparecieron las ideas suicidas, las de él y las de ella.

José tiene razón. Chile es uno de los países con mayor tasa de suicidio en Latinoamérica: en 2024 llegó a 10,3 por cada 100 mil habitantes, un nivel similar al promedio europeo. En personas mayores de 80 años la cifra sube a 15 por cada 100 mil, la más alta entre todos los grupos etarios. Y los hombres, independiente de la edad, se suicidan casi cinco veces más que las mujeres.

“Esto pasa más seguido de lo que la gente cree. Aquí hay muchos mayores que pensaron en dar un paso al costado antes de llegar, si usted me entiende. Nuestra vida antes era dura: vivíamos en una pieza donde se escuchaban gritos y peleas, era violento. Ahora despertamos en silencio, se escuchan pajaritos. La primera noche casi no nos levantamos de la cama de lo felices que estábamos de vivir en un lugar tranquilo, sin miedo”, relata.

Al salir de la casa 4 y avanzar unos metros, una voz nos alcanza entre el viento. Es Aida Bahamonde (66), asomada en la puerta de la casa 17. Habla rápido y nos abre paso sin ceremonia: “Pasen, pasen”. Por primera vez en mucho tiempo, tiene un lugar propio que mostrar.

“Ahora te toca estar tranquila”

“Yo vivía con mi hermana, de allegada –cuenta Aida–. Ella se sentía dueña de todo: no me dejaba poner música, no podía tener la luz prendida en la noche y tenía que comer cuando ella decía, sin chistar. Al final me encerraba en mi pieza. Era como vivir siendo un fantasma”.

Las dos compartían gastos y espacio, pero también tensiones. Cuando a su hermana le entregaron un departamento propio, Aida sintió que el mensaje era claro: ya no había lugar para ella. 

“No tenía casa, no tenía plata. Nada. Y me dijo mi hermana, casi como última opción: “Ándate al Senama”, recuerda Aida. “Fui, porque no tenía otra”, indica.

Lo que vino después fue un giro inesperado. La visitó un asistente social, evaluaron su situación y, a los pocos meses, recibió una noticia que todavía la quiebra.

“Me dijeron: “Estás beneficiada”. Casi me desmayé”, relata.

No era un trámite ni un subsidio: era la llave de una vivienda en el Condominio de Viviendas Compartidas para personas mayores en Punta Arenas, un proyecto del Servicio Nacional del Adulto Mayor administrado por el Hogar de Cristo. No es un hogar ni un asilo. Son casas independientes, pareadas: una pieza, un baño, una cocina y calefacción permanente, un detalle que en Punta Arenas no es comodidad, es supervivencia.

“Este proyecto es revolucionario para la vejez en Chile –dice Álvaro Rondón, jefe social del Hogar de Cristo en Magallanes–. Aquí los residentes viven solos, en sus casas, pero no vuelven a quedar aislados. Pagan su propio gas y, entre todos, cubren los gastos comunes de la sede comunitaria. Acá se hacen reuniones, se resuelven conflictos, se celebran cumpleaños. Son decisiones que toman ellos, por primera vez en mucho tiempo, y que evitan algo que vemos demasiado seguido: personas mayores terminando institucionalizadas, lejos de la vida cotidiana y sin vínculos. Este lugar les devuelve comunidad, autonomía y también dignidad”.

Aida muestra sus muebles, algunos nuevos, otros regalados por los vecinos, y se ríe cuando recuerda su primera noche ahí.

“No dormí nada –dice–. Me acosté como a las tres o cuatro de la mañana, miraba por la ventana, después la tele, después el jardín… No podía creer que esto era mío. Que podía prender la tele fuerte, escuchar Juan Gabriel, mover la silla donde yo quisiera. Era una emoción… todo junto. Alegría, pena, susto, alivio”.

Aida se detiene un segundo, respira hondo y mira su patio, iluminado por la luz fría del sur.

“Yo pensé en dejar de existir, en morir. Pero ahora no. Es como si la vida me dijera: ‘Ya, ahora te toca a ti estar tranquila’”.

A unos metros, en la casa 15, Venus Cofré (84) ya está en la puerta. Apenas nos ve, levanta la mano y se acerca con decisión, como si hubiera estado calculando el momento exacto de conocernos.

“Yo pensé que iba a morir sola –dice, sin rodeos–. Por eso este lugar es un milagro para mí”.

“Esto para mí es el cielo”

Antes de llegar al condominio vivía en el barrio 18 de Septiembre, en Punta Arenas, donde el piso amanecía embarrado, las paredes filtraban agua y el frío se instalaba como un castigo diario.

“Me acostaba con dos pares de medias, dos pantalones, un gorro de lana y le rogaba a mi Dios: “Padre, sácame de aquí”. Yo sufrí mucho; la gente no entiende que el frío muerde los huesos”.

Venus pasó tres inviernos así. No podía encender la estufa porque el gas no alcanzaba para todo: si calentaba la casa, no comía. Y su historia, en Magallanes, está lejos de ser rara. La región tiene más de 1.300 personas mayores viviendo en pobreza extrema, y los patrones se repiten: el 27% vive de allegado, como Aida, y el 17,2% lo hace completamente solo, como Venus.

Hasta que un día, por fin, algo cambió.

“De improviso me llaman y me dicen que estoy aceptada en el proyecto –cuenta Venus–. Yo pensé que era un error. No podía creer que fuera verdad”.

La ayuda llegó gracias a una vecina que la acompañó en la postulación, la orientó y la empujó a insistir cuando ella ya no tenía fuerzas.

“Esto para mí, es el cielo –dice Venus, con una calma nueva-. Cuando entré por primera vez a mi casa en el condominio, dije: ‘Los milagros existen’”.

Pin It on Pinterest

Pin It on Pinterest