Condenados a tragedia perpetua
Había quienes esperaban que el siglo XX marcara el fin de las monarquías. Fue un sueño que casi se cumplió. La Primera Guerra Mundial cercenó algunas cabezas coronadas, cuyo mayor ejemplo, aunque no el único, es el zar de Rusia y su familia. El segundo conflicto planetario estuvo a punto de terminar con el resto de los reyes en ejercicio, pero salvó a dos: entre los derrotados, al Emperador de Japón y, entre los vencedores, la monarquía británica aunque hoy sufre el embate inexorable de los años.
En su reemplazo, en la segunda mitad del siglo pasado, se constituyó otra realeza, sin sangre azul, pero económicamente poderosa. No eran cualesquiera: eran hijos de la era del glamour. Atractivas figuras, bendecidas en algunos casos por el voto democrático, se convirtieron en las nuevas estrellas. En la llamada “Década Prodigiosa”, la de 1960, en plena Guerra Fría, ganaron inusitado esplendor familias como los Kennedy. El dato era preciso: cada hijo del patriarca tenía derecho a un millón de dólares al cumplir 21 años. Se convirtieron en el alimento de las revistas en papel cuché que por años reflejaban sueños inalcanzables para la mayoría de sus contemporáneos. Gracias a la Tv, cuando recién se estrenaba el color, su encanto se expandió por el orbe, incluyendo la Unión Soviética y sus aliados.
Quienes vivimos esos años fascinantes, fuimos testigos de las ansias revolucionarias de América Latina, el proceso de Descolonización y los cambios en la Iglesia Católica. Tampoco podemos olvidar el entusiasmo que despertó John Kennedy y su familia. Según la BBC, “pese al poco tiempo que pasaron en la Casa Blanca, muchos lo consideran a él y a su esposa, Jacqueline Bouvier, como la pareja presidencial más icónica de la historia de Estados Unidos”. Convirtió la Era Espacial en un desafío compartido con la humanidad y colocó al primer hombre en la Luna.
Su asesinato, en 1963, lo elevó a los altares de la imaginación popular. Y, entre los recuerdos más emotivos están las imágenes de John-John al saludar al comienzo del desfile fúnebre.
Las tragedias no empezaron entonces. El mayor de los Kennedy había muerto en la guerra. Tampoco terminaron en Dallas. Robert, el hermano menor del presidente, fue asesinado en 1968 en Los Angeles. Acababa de ganar las primarias del Partido Demócrata. El protagonista de la conmovedora escena de la mano de su madre en 1963, murió en 1999 mientras piloteaba un avión privado. Volaba con su novia y una hermana de ella.
Y ahora, como culminación (por ahora) de esta saga que probablemente no dice mucho a los milenials, se ha hecho público el cáncer terminal de la nieta de John Kennedy.
En la Revista The New Yorker, Tatiana Schlossberg, nieta del presidente Kennedy, publicó un valeroso ensayo titulado “Una batalla con mi sangre”, en que revela que padece de cáncer terminal. Lo hace con la esperanza de contribuir a crear concienciar sobre esta enfermedad mortal. Hace, igualmente, una dura crítica de la necesidad de más financiación e investigación.
Es un tema en el cual otro Kennedy, el ministro de Salud de Trump, enemigo declarado de las vacunas y los gastos médicos, tendría mucho que decir.




