La Antártica como persona jurídica
El pasado 1 de diciembre se cumplieron 66 años desde la firma del Tratado Antártico en Washington D.C., uno de los más notorios logros diplomáticos del siglo XX y un ejemplo de imaginación política. Crear la figura de reclamos territoriales “congelados” o “suspendidos” permitió que siete países que reclamaban territorio en el continente —incluido Chile— acordaran enfocarse en la tenencia responsable conjunta, en lugar del ejercicio porfiado de soberanía (a pesar de que la insistencia en la soberanía no ha desaparecido del todo). Desde la firma del Protocolo Ambiental en 1991, en vez de destinar la Antártica a la explotación, se puso el énfasis en la protección del medio ambiente. Y la ciencia ha reinado como la actividad predominante. Gracias al Tratado, la Antártica es el único continente en el mundo que permanece no nuclearizado y no militarizado (donde la presencia militar se justifica por su apoyo a las actividades civiles y científicas).
Lo dicho, claro está, es una versión idealizada del funcionamiento del Tratado. En la última década, un instrumento internacional caracterizado por ser pionero se ha vuelto tan lento que a veces parece al borde de la parálisis. Con 29 partes consultivas que deben acordar cada medida por consenso, las decisiones importantes casi nunca se toman. Al contrario, como dice el profesor de derecho internacional Kees Bastmeijer, la toma de decisiones sucede por omisión: mientras no se decida que algo no se puede hacer, en la práctica se puede hacer sin problemas. Esto, obviamente, resulta problemático en un escenario donde el turismo crece de manera explosiva (con casi 105.000 visitantes en la última temporada), donde nuevos (y no tan nuevos) miembros planean nuevas estaciones y programas de investigación, y donde la conducta del miembro más importante del club (esto es, Estados Unidos) se vuelve imprevisible, en línea con su comportamiento en el resto del mundo.
Esta columna, sin embargo, no busca tanto celebrar o criticar al Tratado Antártico como presentar una mirada diferente. Esta mirada no está pensada para reemplazar, sino para complementar y ojalá mejorar el régimen ya existente. Para que esto suceda, hay que resucitar esa imaginación y apertura política de los diplomáticos antárticos del inicio, y entender que la salud de un sistema necesita críticos amistosos para ir evolucionando y adaptándose a nuevas circunstancias.
Este 1 de diciembre, de manera paralela a la celebración del cumpleaños 66 del Tratado, se lanza oficialmente la Alianza Antártica (www.antarcticrights.org). Un grupo multinacional de activistas, académicos, representantes de agrupaciones indígenas y personas y organizaciones interesadas en el futuro de la Antártica, la Alianza Antártica se formó hace tres años con el objetivo de lograr que se reconozca a la Antártica como sujeto de derecho a nivel internacional. En línea con un movimiento global que demanda derechos para la naturaleza, la Alianza, en su Declaración Antártica, propone que la Antártica sea representada políticamente en foros donde se toman decisiones que la afectan. Un ejemplo obvio es la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: aunque la Antártica es el lugar más afectado del mundo por el calentamiento global, no tiene voz ni voto en la conferencia de las partes. Los Estados del tratado, en tanto, tienen sus intereses representados en la Antártica, pero esto no es lo mismo (e incluso puede ser lo contrario) que representar a la Antártica como parte de sus intereses. Además, aunque el Protocolo Ambiental tiene como objeto la protección de la Antártica y de sus ecosistemas “dependientes y asociados”, las acciones que regula son solo aquellas que ocurren al sur de los 60 grados sur. Esto resulta en lo que Oran Young llama “un problema de adecuación”: la institución tiene un objetivo que no puede cumplir porque su rango de aplicación es insuficiente y/o inadecuado. Para proteger de manera efectiva a la Antártica, lo que más importa es cambiar el paradigma actual de consumo de recursos y energía a nivel global. Lo que más importa para su futuro es, en suma, lo que pasa más allá de ella.
A estas alturas, quien lee se estará preguntando, entre otras legítimas preguntas:
¿No basta con las medidas de protección ya existentes, sobre todo considerando que el Protocolo Ambiental es uno de los documentos de protección de la naturaleza más exigentes del mundo?
¿Qué sentido tiene darle derechos a una entidad natural que no se puede comunicar con nosotros y que no tiene “intereses” a la manera humana?
Incluso si los Estados reconocieran la personalidad jurídica de la Antártica, ¿quiénes serían sus voceros, guardianes, representantes? ¿En qué instancias participarían? ¿Quién vigilaría que los guardianes cumplan con su misión? En suma, ¿cómo podría implementarse esta idea?
En el espacio de una columna no puedo dar respuestas acabadas a estas preguntas y, para ser sincera, reconozco que en la Alianza no tenemos todas las respuestas tampoco (sobre todo las referidas a la implementación). El punto de partida, eso sí, es que la respuesta a la primera pregunta es negativa. El Protocolo Ambiental, aunque ambicioso, no ha sido interpretado necesariamente de manera ambiciosa. Pero, más importante aún: aunque el Protocolo reconoce el valor intrínseco de la Antártica, en la práctica es un instrumento legal que fácilmente prioriza los intereses triviales de los seres humanos por sobre los intereses básicos de todo lo demás. Es consistente, en breve, con un marco normativo antropocéntrico estrecho, que mantiene la profunda división entre, por un lado, seres humanos entendidos como “personas poseedoras de dignidad” y, por otro, naturaleza y entes naturales concebidos como “cosas a las que se puede poner precio”. Es este abismo metafísico, que ha permitido la sobreexplotación de seres vivos y de la naturaleza en general, el que debe ser cuestionado como base de la legalidad antártica y, en último término, global.
Pero ¿es asignarle derechos a la naturaleza, y más específicamente a la Antártica, la mejor manera de superar ese abismo? ¿No son los derechos mismos parte de ese marco normativo y, por tanto, inadecuados? Aquí creo que es importante recordar que los derechos son creaciones humanas y están a nuestro servicio: si bien pueden interpretarse de manera antropocéntrica y estrecha, esta no es por necesidad la única manera de interpretarlos. Por poner solo un ejemplo, en Nueva Zelanda, el río Whanganui tiene personalidad jurídica y es representado por miembros de la comunidad y delegados del Estado. La cosmología Maori, a diferencia de la occidental, reconoce nuestra interdependencia con las demás especies, enfatiza el respeto hacia todo lo viviente y no concibe que los seres humanos sean dueños de la tierra (al revés, somos nosotros quienes pertenecemos a la tierra). Aun así, otorgar derechos a Whanganui fue la manera de reconocer esa cosmología ante la ley e integrarla al marco normativo neozelandés. Aquí, de manera similar, aunque a una escala muy diferente, se busca que la Antártica, como una comunidad de vida única e independiente (el único lugar del planeta sin Homo sapiens autóctonos), sea reconocida por los Estados y representada por quienes tienen por ella un “interés desinteresado”, basado en la mejor ciencia disponible y en valores no tan distantes de los Maori, incluido el respeto a la naturaleza y el reconocimiento de que somos dependientes de ella.
En cuanto al tercer punto, hay dos elementos que hacen especialmente ambicioso este movimiento por el reconocimiento de la Antártica como persona jurídica. Primero, a diferencia de la lucha por derechos de la naturaleza a nivel local o nacional, aquí la escala es otra: un continente entero, con el océano que lo circunda y toda la vida que aloja. Segundo, en los otros casos, es generalmente la comunidad del lugar —que es también la directamente afectada— la que aboga por reconocer los derechos de un río, lago o ecosistema y se hace cargo de representarlos. Aquí, al contrario, no hay tal comunidad (a menos que consideremos a los científicos como “locales” y a los más afectados por los cambios en la Antártica como la “comunidad relevante”, por ejemplo, aquellos habitantes de zonas costeras que quedarán bajo el agua cuando los hielos del sur se derritan). De ahí la idea de abrir la Alianza al mundo este 1 de diciembre, para convocar voces diversas que puedan contribuir a construir este modelo nuevo de representación y que impulsen este reconocimiento dentro de sus propios países.
Aunque llevamos un tiempo geológico insignificante sobre el planeta, lo hemos cambiado radicalmente y lo seguimos cambiando. Aunque somos apenas una rama más en el árbol evolutivo, ignoramos sistemáticamente que existimos en una relación de interdependencia con todo lo demás. Aunque somos una especie con la capacidad de actuar sobre otras (o de abstenernos), hasta aquí hemos interpretado esta capacidad como fundamento de derechos en lugar de deberes. Proponer que la Antártica sea sujeto legal va en dirección contraria: recordándonos nuestro impacto en la Tierra; recordándonos que, sin un sistema terrestre propicio (como el del Holoceno), no podremos seguir aquí o solo podremos hacerlo a duras penas; recordándonos, por último, que de nosotros depende cambiar el marco conceptual y normativo. Que la Antártica tenga derechos (o no) dependerá, en último término, de voluntades humanas.




