La austral vejez que el Estado no ve
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Tres historias muestran el mismo mapa de la vejez vulnerable: Víctor, que sin piernas se las ingenia con una tabla para subirse solo a un taxi. Ida, que sostiene cada día a su marido postrado desde 2014. Eliana, que aprende a vivir en el silencio de la viudez. En Punta Arenas, donde más de 1.300 personas mayores viven en pobreza extrema, el servicio de atención domiciliaria del Hogar de Cristo aparece como el único acompañamiento estable.
Por Matías Concha P.
Para llegar a la casa de Víctor Barrientos (75) hay que meterse por un pasaje de tierra estrecho que se esconde detrás de la vivienda de su hermana. No tiene nombre ni numeración: es sólo un corredor húmedo y oscuro entre perros que ladran sin descanso. Al fondo, donde el viento ya no entra, aparece él.
Nos espera en su silla de ruedas, sin ambas piernas, con una amabilidad que desarma cualquier distancia.
– Hola, jóvenes -dice- . Bienvenidos a mi casa, los estábamos esperando.
La casa de adelante -la de su hermana- es la original, la que compartió con sus papás, tíos y abuela. Ahí pasó su vida entera. Cuando la familia creció y él envejeció, levantaron atrás una pieza sencilla para él. Y ahí está: una pieza de madera oscura, húmeda, techo bajo, sin baño. Ese es su mundo ahora. Ese y dos gatas que lo siguen a todas partes: Carolina y Paloma.
– Ellas están conmigo siempre. Con mis gatas converso.
Luego empieza a hablar de su pasado, no con nostalgia, sino con orgullo.
– Trabajé en aseo toda la vida… barriendo calles, limpiando solerillas, ayudando con los carritos. A mí me gustaba trabajar. No quería dejar nunca de trabajar. Hasta los domingos iba con el camión. Yo le digo a usted: “El trabajo es vida”.
Ese ritmo -el de madrugar, salir, moverse- terminó cuando la diabetes empezó primero a desgastar el cuerpo y después la rutina. Víctor habla del proceso sin adornos: el viaje obligado a Santiago, la espera interminable, la amputación un domingo a las nueve de la noche.
– Nunca vi al médico, era como un fantasma. Estuve en el pasillo horas y horas. La pierna estaba morada y quizás, si me hubieran atendido, no habría perdido la pierna. Al final me desmayé y, cuando desperté, me faltaba una pierna -recuerda.
– ¿Qué hiciste?
– Nada, tomé el curso de pesca -se ríe-. Así que pesqué mis cosas y me vine a Punta Arenas.
Las gatas se acercan como si entendieran que ese pedazo de historia pesa más que otros. El les hace cariño y cambia de tono, suaviza el ambiente, como si volver al presente fuera más llevadero que sostener el pasado.
Hablar con él es avanzar entre capas: su sentido del humor, su fe, la soledad profunda, la costumbre de resolverlo todo con ingenio. Tiene una tabla de madera que inventó para subirse solo a un taxi. Lo cuenta casi orgulloso:
– Antes me tenían que cargar… ahora no. Me arrastro y me subo.
El equipo del Hogar de Cristo es, para él, más que un acompañamiento social: es una interrupción luminosa en el día.
– Me siento contento cuando vienen, me conversan y me cuentan cómo va todo allá afuera, en la ciudad. Además, cumplen. Si dicen que van a traer algo, lo traen.
La trabajadora social, Carol Salewsky, toma notas, entrega alimento y pañales, mientras las gatas vigilan como parte del equipo. En esa pieza se ve algo que Víctor no dice, pero que está en su vida completa: Magallanes envejece rápido y, muchas veces, sola. Más del 16 por ciento de los hogares está compuesto sólo por personas mayores y casi uno de cada diez vive completamente solo, como Víctor.
Carol guarda la carpeta, entonces le preguntan:
– ¿Y qué comió hoy, señor Víctor?
Él baja la mirada un segundo.
– Una salchicha -dice- . Así es la vida, po’ joven.
Salimos del pasaje estrecho y, mientras el viento de Punta Arenas vuelve a tomar fuerza, el equipo -una trabajadora social, una técnico social y voluntarios- retoma la ruta. No hay tiempo para procesar demasiado: otra puerta espera. La jornada es larga y exige constancia: deben llegar a casi 40 personas mayores.
11 años de soledad
En la zona norte de la ciudad nos abre la puerta Ida Piutín (65). Lleva 37 años viviendo en esa misma casa. Si en la pieza de Víctor la rutina se ordena alrededor de la soledad, aquí todo gira en torno al cuidado: un trabajo continuo, sin pausas posibles, donde cada día depende de cómo amanece su marido, postrado desde 2014 tras una meningitis que lo dejó con secuelas profundas.
– Del día que él se enfermó me retiré de mi trabajo -dice-. Ahí terminó todo. Ya no trabajé más y jamás volví a salir de la casa, sólo a cuestiones puntuales.
Cuando él volvió a la casa después de meses hospitalizado, Ida tuvo que aprender una vida nueva: la falta de ingresos. Sus hijos la ayudan con los gastos pero nunca alcanza.
En Magallanes, las historias de la vejez vulnerable se repiten con una precisión dolorosa: más de 1.300 personas mayores viven en pobreza extrema y 27 por ciento lo hace de allegado, como Víctor. Lo que falta en una casa aparece en la siguiente: él inventa una tabla para subirse a un taxi; Ida inventa estrategias para mover a su marido sin lastimarlo. El habla de resolver; ella habla de sostener. Y en ese territorio hostil, el Hogar de Cristo acompaña donde el Estado casi no llega.
– Él ahora es como un niñito -dice- . Duerme con sus peluches, juega con ellos. Si pierde uno, se pone a llorar.
Ida lo calma como puede: acomodándole los juguetes, sentándose un rato a su lado, diciéndole que está ahí.
– Mucho se habla de la persona que está enferma -dice Ida- , pero no del que cuida. La pregunta es quién cuida al que cuida. Nadie.
O casi nadie.
– Aquí la señorita Carol y su grupo me han apoyado mucho -agrega- . Pañales, cremas, comida. Para una es mucho.
En Chile, el 72 por ciento de quienes cuidan a personas postradas, con discapacidad o dependientes son mujeres, la mayoría de ellas tienen más de 60 años. Es decir, casi todas las personas cuidadoras de personas mayores son a su vez personas mayores, como Ida.
– Antes no podía ni salir al patio -dice- . Ahora, cuando él duerme, salgo un ratito. Mi libertad está acá: mi galpón, mis hilos, mi siembra. De repente me pongo sentimental. Salgo afuera y ahí paso mis penas.
Ese “afuera” casi nunca es la ciudad. Sus salidas al “mundo de afuera”, como dice Ida, ocurren cuando el Hogar de Cristo la pasa a buscar para un bingo, un paseo, un taller. Ahí se junta con otras cuidadoras, comparte mesa, conversa. En una de esas actividades conoció a su amiga Eliana.
Tú puedes, Eliana
– Yo lo di todo por él. Todo.
Eliana Guichamán (74) no dice esa frase para conmover; la dice como quien entrega un dato, algo verificable, parte de su biografía. Su relato no pide lástima ni aplausos: está dicho con la convicción de quien cuidó hasta el último día, sin dar tegua.
Su esposo, diabético, hipertenso y con varias patologías, comenzó a complicarse hasta llegar a la amputación de ambas piernas. En ese momento crítico llegó el Hogar de Cristo.
– Las señoritas del Hogar de Cristo llegaron a mi casa en un momento muy difícil -recuerda- . Traían apoyo emocional, contención, compañía. El se sentía acompañado, les contaba historias y nos reíamos.
A Eliana le pasan dos cosas al hablar de su marido: se emociona fácil y se recompone igual de rápido. Llora, se seca las lágrimas, lanza una frase precisa, vuelve a respirar hondo.
– Me levantaba a las cinco y media. Todo el día giraba en torno a él: aseo, comida, medicamentos -dice- . Y lo volvería a hacer.
Pero si algo sostiene la forma en que habla de esos años es que fueron parte de una historia mucho más larga. Llevaban 42 años juntos, 30 de ellos trabajando codo a codo en una reparadora de calzado, después de haberse conocido en una fábrica del Barrio Industrial de Punta Arenas.
Cuando él falleció hace un año y tres meses, Eliana quedó con un silencio difícil de acomodar. Ella lo dice sin rodeos:
– Todavía es difícil, especialmente el silencio que queda después. A veces aún sueño con él. Me dice: “No estás sola”.
Ese eco es lo que la sostiene ahora que la casa se volvió demasiado grande. Y cada vez que el programa aparece en su puerta -la llamada, la visita, la invitación a un taller- ese “no estás sola” deja de ser un sueño y se vuelve algo concreto. En una de esas actividades conoció a Ida: se sentaron juntas, conversaron como si ya hubieran vivido la misma vida.
Desde entonces comparten salidas, preocupaciones y esos respiros breves que sus rutinas permiten. Y, cuando la conversación parece quebrarse, Eliana vuelve a lo que su marido le decía:
Tú puedes, Eliana.




