Viaje al fin de la noche
Hablando de la Navidad y de los así llamados milagros de paz o armisticios en su nombre, hay uno que aún resplandece en el cielorraso de la gran carnicería humana, como la estela de un obús o de una bengala, en el imaginario bélico-occidental de nuestra era. Ocurrió, hace nada, en la Nochebuena de 1914. Tuvo lugar en Ypres, Bélgica, frente occidental, Primera Guerra Mundial, o también llamada la Gran Guerra, la Guerra del 14, o la Guerra Imperialista. Como sea, bajo cualquier rótulo de sangre, fue toda una súper guerra.
Hasta aquella jornada, del 24 de diciembre señalado, a lo largo de todo el costurón de trincheras occidentales, podríamos decir que las cosas marchan sin novedad en el frente, o algo así de macabro; vale decir, esos soldados-niños, o casi niños, inglesitos, alemancitos, franchutes, ya enteran cinco meses desde que fueron arrancados de sus casas, directo a terminar sepultados en los respectivos túneles, quietos, atrofiados o moviéndose con dificultad, como pichiciegos, tragando y respirando lodo, para, cada tanto -dos días, o día por medio-, según sean las órdenes caídas, hacer puntería y volarse la cabeza -a prudente distancia- que da gusto. O intercambiar granadas de impacto o de espoleta temporizada, para fragmentarse, para trozarse como reses. O respirar gas mostaza, en suprema cantidad, hasta desecarse las médulas óseas, por completo.
Sin embargo, alguien, un pichiciego cualquiera, un topito N. N., cabeza piojenta, de la trinchera germana, de pronto comienza a cantar el villancico “Stille Nacht”. Entonces, otro alguien, otro topito, por igual sarnoso, pero británico, le sigue el amén con su “Silent Night”. Salvo por el idioma -una minucia, entre aquella tiniebla-, la melodía es exactamente la misma. Es Noche de Paz, con banda de guerra. Algo así. Más tarde, de uno y otro lado del infierno, van emergiendo, fantasmales, desarmados, hasta reunirse en la tierra de nadie, para saludarse de mano, para abrazarse e intercambiar pequeños obsequios: cigarrillos, chocolates, botones de sus abrigos mortuorios (también, mortíferos), tabaco de pipa, un poco de whisky, de ron. Es la Paz de Navidad. Feliz Navidad para todos, entonces: ¡los que van a morir, te saludan!
Fue un milagro, en medio de la Gran Carnicería del 14-18. Carne nueva, en el degolladero de los imperios. Carne tierna, de pibes. De chiporros. De botijas, todavía con gusto a leche. Y a sangre. Fue una tregua inesperada. Un milagro de solo unas cuantas horas; tal vez cuatro o cinco, pero milagro al fin, como quien dice.
Y como dice Georges Brassens, con filo parisino y veinte años transcurridos desde la matanza: “Entre una y mil guerras notorias / si tuviera que elegir / en contra del viejo Homero / declararía de inmediato / yo, mi coronel, la que prefiero / es la guerra del 14-18.” Y aún más afilado fue el cuchillo de Céline, en su primera entrega, Viaje al fin de la noche (1932), donde su alter ego, Ferdinand Bardamu, estudiante de 20 años, desde una terraza de París, encañado y eufórico, decide enrolarse para marchar a la Gran Guerra; comenzar así, de ese modo dicharachero, su temporada personal en el infierno. Describe la guerra con un desparpajo tal que su novela estremecerá a toda Europa. Allí, en sus páginas de arranque, desfilan y caen los soldaditos, “vírgenes del dolor”, triturados por la ferocidad del patriotismo, en la gran molienda del capitalismo feroz.
Por lo tanto, no hay tregua que valga, aunque esta sea rutilante, insólita, como aquella en la Nochebuena del 14. Tal vez pase por un milagro. Califique como tal. Pero, por un minuto siquiera, podemos ponernos “incordios”, odiosos, al estilo Rosa Luxemburgo, y no solo pedir una hilacha de paz a la historia; volvernos fantásticos, delirantes, e imaginar, por medio minuto, que todos esos pergenios chicos, los de las trincheras de Europa, del frente occidental y los del oriental, por efecto espejo, no se conforman con una miseria de tregua, por Navidades o por lo que fuere, sino que arrojan sus Lee-Enfield, sus Máuser, sus Lebel, al fondo de las cloacas bélicas y abandonan el campo de batalla, por sus propios medios y para siempre jamás. Adiós a las armas, muchachos.
Y, ahora, de allí en adelante, que todos los verdugos, de los cuarteles generales y las fosas palaciegas, sean los que muerdan la culata de todos los fusiles.
Que el milagro sea total.




