Cumbre entre Putin y Biden en Ginebra busca descongelar el diálogo entre EE.UU y Rusia
El rostro sonriente en color sepia y gris del líder opositor ruso Alexéi Navalni observa el tráfico en la rue de Lyon, en el centro de Ginebra. El graffiti en homenaje al disidente ha brotado esta semana en una pared de la ciudad Suiza, a tiempo para la cumbre de este miércoles entre el Presidente ruso, Vladimir Putin, y el estadounidense, Joe Biden. Con el lema “el héroe de nuestro tiempo”, imita a otro pintado en San Petersburgo hace unos meses que las autoridades rusas borraron con presteza; como están tratando de hacer con extremada dureza con cualquier voz crítica contra el Kremlin. El caso Navalni, preso en Rusia desde enero, la represión a la oposición rusa, los derechos humanos y las injerencias de Moscú son uno de los puntos de mayor fricción de la histórica reunión entre los líderes mundiales en un momento en el que las relaciones entre el Kremlin y la Casa Blanca pasan por su peor momento desde la Guerra Fría.
Viejos conocidos de la época en que Biden era Vicepresidente en la Administración de Barack Obama y Putin, Primer Ministro, la relación entre los líderes es extremadamente tirante. Ambos usarán la cumbre de Ginebra para marcar su papel en el tablero geopolítico mundial. Pero ninguna de las dos administraciones cree que de la reunión de Ginebra salgan acuerdos potentes. El objetivo es, coinciden, descongelar el diálogo. El calentamiento global, la estabilidad nuclear, la situación de varios ciudadanos rusos y estadounidenses presos en el país contrario y la ciberseguridad son algunos de los grandes temas en la agenda de la cumbre, ha explicado un asistente del Kremlin este martes. Quizá de los pocos en los que pueden encontrar un indicio de tono común. También estarán sobre la mesa la intervención rusa en Siria y Libia. La lista de asuntos calientes y conflictivos es amplia y sustanciosa.
Putin y Biden tratarán otros asuntos duros para Washington como los ciberataques al corazón de la Administración estadounidense -afectó entre otras a nueve agencias federales- y a más de un centenar de empresas privadas. Un hackeo masivo detectado por primera vez el pasado diciembre por el que la Casa Blanca culpa a Rusia, en particular a su servicio de inteligencia exterior (SVR). Un caso que se suma a las acusaciones de injerencia en las elecciones presidenciales de 2020 y a otros episodios de ataques cibernéticos que van cayendo como un goteo: algunos de los últimos, contra una de las mayores empresas cárnicas del mundo y un oleoducto comercial, lo que causó estragos en el suministro de combustible.
También la anexión ilegal rusa de la península de Crimea -hace ya siete años- y el apoyo del Kremlin a los separatistas prorrusos en la guerra del Donbás, además de los últimos movimientos de tropas rusas hacia las fronteras de Ucrania, que tanto han preocupado a la Otan, estarán sobre la mesa. Y el apetito de Moscú por mantener su influencia en el espacio post-soviético, como en Bielorrusia, donde el apoyo de Putin al líder autoritario Aleksandr Lukashenko durante las protestas por la democracia desatadas el verano pasado ha sido fundamental para su permanencia en el poder.
El País