La hermana muerte
L
uego de los dieciocho meses de pandemia se podría decir, aunque parezca un contrasentido, que este año el cementerio de nuestra ciudad de Punta Arenas se ha llenado de vida: familias que van a limpiar o pintar las tumbas y nichos donde están los restos mortales de sus seres queridos, los trabajadores del cementerio que se afanan en diversos arreglos y en los jardines, y en la avenida Bulnes ya han vuelto los puestos de floristas y sus hermosas flores y plantas con que los visitantes rinden un homenaje de cariño y gratitud a sus familiares y amigos difuntos.
A comienzos de noviembre, cada año celebramos la festividad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Difuntos, que son ocasiones para acrecentar el corazón agradecido por la vida, como el mayor regalo que hemos recibido, y el don que ha sido la vida de los que hemos amado y ya han partido. También este año, será un momento importante para vivir los procesos de duelos inconclusos a causa de la pandemia. En cualquiera de los casos, cada familia encontrará el modo de recordar a sus difuntos queridos en estos días: la visita al cementerio, siempre una oración agradecida y llena de esperanza en el encuentro en el Señor Resucitado; en la casa, una foto de ellos junto a una vela encendida y la Palabra del Señor Jesús, acompañando un almuerzo familiar lleno de recuerdos y gratitudes a ellos y al Señor que nos regaló nuestra vida y la vida de los que han partido.
Hacemos todo esto porque necesitamos seguir amando a los que han partido y necesitamos hacer nuestros procesos de duelo, o acompañar el duelo de otros, porque como dice una oración de la tradición cristiana: “la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, Tú nos regalas una morada eterna junto a Ti”.
En toda esta ritualidad tan humana y cristiana emerge con intensidad la pregunta: ¿qué sentido tiene la muerte? Porque la muerte se nos presenta como un sinsentido y un absurdo, pues ella viene a romper el anhelo humano de ir más allá de sí mismo, aunque racionalmente entendamos que el fin de la vida es algo natural.
Cuando se asume la dimensión espiritual del ser humano y se considera a las personas como algo más que la pura corporeidad, se comprende que las respuestas ante la muerte y su sentido no son algo que podamos crear o producir nosotros y nuestra razón. La muerte es y seguirá siendo un enigma, pero ante ella los seres humanos podemos abrirnos a un misterio que nos sobrepasa: si nuestra condición de creaturas nos conduce naturalmente a la muerte, nuestra condición espiritual rechaza esa dinámica de la ruina del ser humano y de todos sus anhelos y luchas, y es ahí que la fe en el Dios de la Vida pone luces en el camino.
Para los creyentes en el Señor Jesús, en la muerte -la nuestra, la que viviremos, y la de otros que hemos amado y ya han partido- no estamos ante la nada, ni el abandono, ni el silencio total, estamos ante el encuentro definitivo con nuestro origen y final, estamos ante Dios. Así, los cristianos acogemos nuestra muerte a la luz de la muerte -también angustiosa y dolorosa- de Jesús, que nos abre a la realidad nueva que se realizó en la resurrección del Señor Jesús y, por Él, vivimos en la esperanza que también nos alcanza a nosotros; tal como escribió y vivió el poeta y sacerdote Esteban Gumucio: “algo le ha pasado a mi muerte futura con la resurrección de Jesucristo”.
Entonces, con las palabras de un destacado teólogo podemos decir que “Dios ama algo más que las moléculas que forman el cuerpo al momento de la muerte. Dios ama a un cuerpo que se caracteriza por un esfuerzo infatigable y por una incesante peregrinación en cuyo curso han ido quedando innumerables huellas… Resurrección significa que nada de esto se ha perdido para Dios, porque Dios ama al ser humano. Dios ha recogido todas las lágrimas y no ha pasado por alto ninguna sonrisa. Resurrección significa que el ser humano ante Dios no sólo reencuentra su último instante, sino que reencuentra toda su historia”.
Así, la muerte no es una muralla contra la que choca la vida y se destruye, sino que es una puerta abierta a la plenitud de la vida para la que fuimos creados; es la “hermana muerte” como la llamaba san Francisco de Asís.