Necesitados de belleza
Marcos Buvinic Martinic
En un encuentro con una persona, hace un par de días, le preguntaba cómo había pasado las fiestas del nuevo año; su respuesta fue: “No hicimos nada especial, estuvimos juntos en la casa, toda la familia, cenamos juntos, compartimos sobre nuestros proyectos y deseos para este año; nada especial, ¡pero fue tan bonito!”.
Lo que esa persona me contaba, muy contenta, no era otra cosa que su profunda emoción ante la belleza del encuentro de las personas compartiendo con sencillez y verdad, con acogida mutua, con cariño sincero, nada especial… pero que su memoria guarda con emoción: “¡Fue tan bonito!”.
A veces pareciera que en nuestra sociedad nos cuesta reconocer la belleza, la cual es reemplazada por sensaciones impactantes. Pareciera que no se busca lo que es armónico y produce armonía, sino que se busca lo que impacta, lo que impresiona, lo ostentoso, lo que sorprende y aun lo que agrede. Cuando ocurre eso, se abre camino una cultura de lo agresivo y de lo terrorífico, de lo disonante e impactante. Entonces, casi no queda espacio para que se pueda decir: “¡Qué lindo!, ¡qué bonito!”, como expresión de que algo armónico ha cautivado al espíritu humano y lo lleva más allá de sí mismo, lo abre a la acogida de lo que es distinto, lo hace sentir contento y agradecido, le pone preguntas…
No es fácil definir la belleza, aunque generalmente se entiende como una cualidad que hace que los objetos sean placenteros al ser percibidos. Esto tiene sus dificultades, porque lo que resulta grato a algunos puede no serlo para otros, y entonces pareciera que la belleza está en el ojo del que mira. Pero también la belleza tiene dimensiones objetivas, pues contemplar un paisaje florido resulta más grato que observar un basural, o el sabor dulce es preferido al sabor amargo, o es más agradable el perfume de una rosa al olor de un huevo podrido. Se puede decir que algo se percibe como bello cuando algo está en armonía con la naturaleza y genera sensaciones de atracción y de bienestar emocional. Eso es lo que le sucedía al que me contaba que habían pasado unas fiestas sencillas, sin nada especial, pero el encuentro y compartir familiar había sido “¡tan bonito!”.
Estamos necesitados de belleza; para entenderla y comprender nuestra necesidad de ella nos puede ayudar el origen de la palabra “belleza”, la cual proviene del sánscrito “bet – el – za”, que quiere decir “el lugar donde Dios brilla”. Evidentemente, esto contrasta con el hedonismo que se instala en nuestra cultura buscando la belleza en la producción de cuerpos “bellos” a través de ejercicios gimnásticos, alimentaciones especiales y métodos quirúrgicos, pero… como es una belleza fabricada, carece de alma; entonces, lo que surge es la vanidad y no el amor, pues la belleza -el lugar donde Dios brilla- tiene que ver con el amor y la comunicación. Así, lo contrario de bello no es lo feo, en sentido simplemente estético, sino lo feo en sentido ético y espiritual: la vanidad egoísta, el narcisismo preocupado de la propia imagen, la corrupción de la honestidad, el fanatismo irrespetuoso, la manipulación de personas, etc… Entonces, tal como alguien se preguntaba, ¿qué belleza es mayor, la del rostro frío de una top model o la del rostro arrugado y lleno de irradiación de la madre Teresa de Calcuta?
El escritor ruso Fiódor Dostoyevski en su novela “El idiota” dice que “la belleza salvará al mundo”, y en “Los hermanos Karamazov” explica la afirmación cuando alguien pregunta al príncipe Mischkin cómo ocurriría eso de que la belleza salvaría al mundo; entonces, Mischkin -sin decir nada- va a estar junto a un joven que agoniza y permanece allí, lleno de compasión, hasta que muere. Es decir, la belleza es la que se manifiesta en el amor que comparte y alivia el dolor. En quien vive de ese modo, allí es el lugar donde Dios brilla. El mundo será salvado mientras haya personas que tengan esas actitudes y realicen esos actos, en lugar del egoísmo inhumano que lleva a la brutal indiferencia o actitudes agresivas.
Estamos necesitados de belleza en todas las dimensiones de nuestra vida. Necesitados de producirla y experimentarla en la vida familiar, en las relaciones entre amigos, en el cuidado de nuestro hábitat, en la participación en las decisiones grupales, en nuestros trabajos y ambientes laborales, en la vida eclesial, en el ejercicio de la política y en nuestra democracia.
Cuando alguien puede decir “¡Qué bonito!” es porque su espíritu quedó cautivado y lleno de sentimientos de bienestar, así se abre a acoger lo nuevo y a lo distinto, se pone preguntas, y vive contento y agradecido. Ese es el lugar donde Dios brilla y que nos fortalece para enfrentar los inevitables conflictos de la vida, produciendo belleza.