Margaret Thatcher: de hija de un predicador metodista a “Dama de Hierro”
Margaret Hilda Roberts nació un 13 de octubre de 1925 en Grantham, a 160 kilómetros de Londres. Se había graduado en Química, pero la universidad de Oxford había despertado su animal político. Su ascenso imparable en el Partido Conservador y cómo la Guerra de Malvinas salvó su pellejo.
Margaret Thatcher se sentía muy orgullosa de ser conocida como “La Dama de Hierro”, apodo que ganó antes que su fama, y que le fue colgado por las huestes del Partido Conservador, que eran las suyas, asombradas por la ferocidad, el rigor y la tenacidad con la que “Maggie” tomó por asalto primero el partido y luego el poder en Gran Bretaña. Pero fue el diario comunista Krásnaya Zvezda (Estrella Roja), órgano del ministerio de Defensa soviético, el que reveló el apodo y lo hizo célebre en el resto del mundo. Eran los años previos a Mikhail Gorbachov, que sería bienvenido a los brazos de la Thatcher con su política de glasnot y perestroika, punto inicial del derrumbe de la entonces URSS.
Dama de hierro era el nombre de una tortura medieval, pavorosa escalofriante, que los británicos aplicaron con rigor y placer en aquellos años en los que el mundo todavía estaba tibio. Consistía en un sarcófago, puesto en pie, con el fondo tachonado de afiladas púas. La tapa también contenía púas, o dagas, punzantes y afiladas. El condenado era colocado, también de pie y empezaban a cerrar la tapa con lentitud. Así hasta que la víctima se convencía de que debía hablar y confesar lo que hiciese falta.
Thatcher gobernó a los conservadores durante quince años y a los británicos durante once.
Por lo pronto, Thatcher predijo que esa revolución iba a cambiar para siempre a Gran Bretaña, que terminaría con el poder de los sindicatos y con los alzamientos populares contra su política económica, a los que reprimió con fiereza y, acorde a lo que se conoció entonces como “Consenso de Washington”, que tuvo mucho de lo segundo y poco de lo primero, vendió y privatizó las principales empresas estatales británicas.
Durante la guerra de Malvinas, que llevó adelante a su estilo, ordenó el hundimiento del crucero General Belgrano, atacado por el submarino nuclear “Conqueror”, para impedir cualquier salida negociada al conflicto, que parecía entonces al alcance de los negociadores.
Finalmente, su política económica terminó en desastre, con millones de súbditos en quiebra y un ejército de desocupados. Renunció en 1990.
Había nacido el 13 de octubre de 1925 en la parte alta de uno de los almacenes de su padre, en Grantham, Lincolnshire a 160 kilómetros de Londres. En ese sitio donde nació como Margaret Hilda Roberts, pasó toda su infancia, junto a su hermana Muriel. Sus abuelos fueron un zapatero galés y un irlandés, jornalero y vagabundo. Pero en cambio su padre, Alfred Roberts, era además de dueño de los dos almacenes, un fervoroso predicador metodista que participaba de tanto en tanto en la política local y llegó a ser alcalde de Grantham. Su madre, Beatrice Ethel, era la nativa de Lincolnshire. Margaret fue educada en el rigor y en cierta inclemencia paterna, que sentenciaba que el trabajo duro y el Partido Conservador conducían a la riqueza.
Ayudó a su madre costurera y a su papá almacenero, fue a la escuela primaria de Huntingtower Road, ganó una beca para le Escuela Femenina de Grantham y Kesteven y cumplió con las actividades extra escolares de rigor destinadas a las chicas de entonces: piano, algo de canto coral, hockey sobre césped, natación, caminatas, un poco de teatro aficionado. Mientras, soñaba con estudiar en Oxford porque supo que allí educaban para el poder. Pero Oxford rechazó su pedido de beca y recién la admitió cuando se retiró uno de los beneficiados. Dice la leyenda que, desde entonces, Margaret guardó cierto desdén, cierta tirria hacia las élites y hacia los intelectuales.
En Oxford, adonde llegó en 1943, en plena Segunda Guerra, estudió algo que parece alejado de la política: química. Se graduó en 1947, con honores de segunda clase y como Bachelor of Science, especializada en la cristalografía de los rayos X. Era ya, a los 22 años, una típica representante de lo que los ingleses llaman “lower middle class”, que podría traducirse como “pequeña burguesa”, término que ha dejado de usarse en el léxico.
Oxford además, le despertó el animal político. En 1946 fue presidenta de la Asociación de Conservadores de la Universidad de Oxford y tomó como guía política a “Camino de Servidumbre”, de Friedrich von Hayek, un libro que consideraba la intervención económica del gobierno como punto inicial de un Estado autoritario. Se fue a Colchester, Essex, para trabajar como investigadora química en plásticos, se unió a los conservadores de Essex que quedaron impresionados por su fervor y en 1951 la hicieron candidata del partido en Dartford. En una de las cenas para recaudar fondos, en 1951, conoció a Denis Thatcher, un empresario rico, exitoso y divorciado, con el que se casó en diciembre de ese año.
Estudió abogacía, se especializó en derecho tributario, y fue elegida como miembro del Parlamento en 1959. Se opuso en 1961 a su propio partido y defendió la restauración del “birching”, el castigo físico escolar que consistía en dar con una vara en las nalgas de los estudiantes díscolos. Así nació “La Dama de Hierro”.
Así hasta que en 1970, llegó a cargos ejecutivos: fue nombrada ministra de Educación. Allí desplegó gran parte de su ideario que planteaba una alternativa, tal vez falsa, de “libertad” frente al Estado tiránico”: barrió con todas las recetas igualitarias de sus antecesores laboristas que habían intentado democratizar la enseñanza y ampliarla a la mayor parte de alumnos de todas las clases sociales. Si algo se recuerda de la gestión Thatcher en educación, es el haber eliminado la distribución gratuita de leche a todos los escolares de entre 7 y 11 años. La oposición la bautizó entonces “Ladrona de leche”.
A Thatcher le interesaba imponer su ideal de sociedad, y su paradigma de individuo, que sintetizaba en una frase de recetario de cocina: “Una jornada de trabajo honesto a cambio de un salario honesto; no vivir por encima de los medios de cada uno; ahorrar dinero para los tiempos difíciles; pagar las facturas antes del vencimiento y amar a la policía”.
Como ideario es bastante pedestre, casi vulgar, pero con él le ganó las internas partidarias de 1975 a Edward Heath, para convertirse en la primera mujer en ocupar la cabeza del conservadurismo británico. Desde allí, lanzó su cruzada que también sintetizó en otro ideario: “Expulsar a los socialistas del reino. Destruir los falsos valores de un socialismo que afectó nuestra vida, nuestra forma de pensar, que intentó desacreditar el beneficio y que nos avergonzáramos de él”.
Pensaba, y lo dijo, que el socialismo “conduce naturalmente al fascismo y al nacionalsocialismo”.
Llegó a ser primer ministro el 4 de mayo de 1979, después de unas elecciones en las que el Partido Conservador obtuvo el 43,9% de los votos y cuando Gran Bretaña estaba casi paralizada por las huelgas decretadas por la Trade Unions, la central sindical que percibía los niveles más bajos de la Europa industrial. Cimentó su campaña aún con sus condiciones exiguas de oradora, con cierto estilo estridente y ramplón y con una perceptible pasión sin emoción, como la de los antiguos líderes nacionalsocialistas a los que Thatcher decía detestar.
Fue la primera mujer primer ministro en la historia del Reino Unido. Y lo primero que hizo fue citar, con una paráfrasis, la “Oración de San Francisco”: “Donde haya discordia, llevamos la armonía. Donde haya error, llevamos la verdad. Donde haya duda, llevamos la fe. Y donde haya desesperación, llevamos la esperanza”.
Lo primero que hizo en realidad, fue reducir el intervencionismo estatal, promover la economía de mercado, aumentar el presupuesto de defensa y el salario de las fuerzas armadas y policiales, además de sentar las bases de una política conservadora que iba más allá de los lineamientos de su propio partido. Todo en los primeros veinte días de gobierno.
Ese mismo año puso en venta a la empresa estatal British Petroleum, que fue el primero de los pasos de un amplio programa de privatizaciones que alcanzó a la British Aerospace, British Gas, British Telecom, British Airways y a Jaguar. Al año siguiente impuso una rígida política monetarista que llevó a que, por primera vez en 70 años, la desocupación alcanzara a dos millones de británicos.
Su política pasó a ser “thatcherismo”. Se veía una vez por semana con la reina Isabel II con quien mantuvo alguna disonancia política, negada siempre por Buckingham y por Downing Street.
Su política económica fue de la mano de los dictados de Milton Friedman, el economista americano que había ganado el Nobel en1976 y era entonces una de las figuras esenciales del liberalismo, fundador de la Escuela de Economía de Chicago, defensora del libre mercado. Thatcher disminuyó los impuestos directos sobre la renta, e incrementó los impuestos indirectos; aumentó las tasas de interés en un intento por disminuir la inflación, redujo el gasto público y las inversiones en servicios sociales, educación y vivienda.
Su política educativa hizo que fuese la primera entre todos los egresados de Oxford de la posguerra en no recibir un doctorado honoris causa de su propia universidad, en una votación definida por 738 votos a favor de negarle la distinción contra 319 votos afirmativos.
En 1981 las protestas británicas frente a la crisis económica, agravada por la recesión, fueron fuertes y ruidosas, aunque pese a todas las presiones, subió los impuestos.
Malvinas salvó el
pellejo de Thatcher
En 1982, Gran Bretaña había empezado a mostrar señales de recuperación económica. La inflación había bajado del 18% anual al 8,5% pero, por primera vez desde 1930 el desempleo superaba los tres millones de personas. Su popularidad había caído mucho, sobre todo después de las sangrientas represiones a las protestas en Liverpool y en Birmingham y a las huelgas sostenidas en otras ciudades portuarias. El triunfo sobre los derechos argentinos en las islas, en la que fue la última guerra colonial del siglo XX, revitalizó su figura, incluso a pesar de muchos de los dirigentes conservadores, revitalizó los laureles marchitos del imperio, hizo que Thatcher no eludiera ser comparada con Winston Churchill, una exageración por donde se la mire, y le permitió nada menos que otros ocho años de gobierno.
Ya por entonces, incluso antes de 1982, Thatcher había establecido una estrecha sociedad con el presidente americano Ronald Reagan y con el Papa Juan Pablo II: un triángulo empeñado en derrotar al comunismo y a la URSS, que era un estado y un sistema económico ambos en decadencia. Mikhail Gorbachov, su política de transparencia y de reestructuración (glasnot y perestroika) iban a abrir la puerta, a precipitar incluso, la caída de la URSS en 1991 mientras, agazapado, un jefe de la KGB, Vladimir Putin, juzgaba esa caída como el peor desastre en la larga vida de su nación.
En 1985 Thatcher se alzó con otro triunfo de hierro de su gestión: una durísima huelga de mineros del carbón, que se había iniciado en 1984, se levantó sin que el Estado aceptara una sola de las reivindicaciones planteadas por los gremios.
En 1987, empezó el peligroso juego de la especulación: pequeños ahorristas, pequeños empresarios y algunos no tan pequeños, apostaron a la Bolsa. Ese año, la cantidad de tenedores de títulos de la Bolsa de Londres fue mayor que la de los afiliados a los sindicatos. Todo se derrumbó el 19 de octubre de ese año, día conocido como “lunes negro”, cuando los mercados de todo el mundo se desplomaron en un lapso muy breve. Sólo el Dow Jones cayó en Estados Unidos 508 puntos. En Gran Bretaña, llevó a la ruina a los inversores y cargó con deudas impagables e igual de ruinosas a aquellos protagonistas de la “democracia de propietarios”.
En 1990, el último año de su gobierno, Thatcher recibió en Londres a Gorbachov y a su mujer, Raisa: intuía que la URSS iba a cambiar para siempre y que el primer ministro soviético era, como ella, una figura clave en la transformación del mundo.
En la Gran Bretaña del último año de Thatcher, los servicios de salud se habían deteriorado junto a los del transporte y de la educación. La crisis tenía nombre y apellido: alza de las tasas de interés y aumento de impuestos, quiebra masiva de pequeños comercios en contraste con los grandes consorcios, aumento de la inflación, crecimiento de la desocupación y violentas protestas callejeras contra el “poll tax”, un impuesto masivo aplicado en Londres y otras ciudades británicas a todos los mayores de dieciocho años, sin excepción.
El fin de una época
Un encuentro entre Thatcher y Gorbachov en 1987 (Herself Alone)
Fue el Partido Conservador, que la había endiosado, el que decidió poner fin a la aventura y al thatcherismo. En noviembre de 1990 Thatcher perdió las internas partidarias en primera vuelta, se negó a una segunda y renunció como primer ministro.
Europa celebró aquella partida. En las calles de Londres centenares de jóvenes que acaso habían perdido su copa de leche en los años 70, brindaron con champán por el adiós de la Dama de Hierro a quien le brotaron lágrimas en su despedida del 10 de Downing Street, se sentía traicionada por su partido y así lo dijo tiempo después. Ahora sólo murmuró: “Estoy muy feliz de haber dejado el Reino Unido en un mucho mejor estado del que estaba cuando llegamos al poder hace once años y medio”.




