A 90 años del incendio del Reichstag: el hecho que benefició a los nazis y convirtió a Hitler en dictador
Las consecuencias fueron más tremendas que la causa. Casi siempre es así, pero esta vez, hace ya noventa años, fue mucho peor porque consolidó el poder de Adolf Hitler en aquella Alemania sacudida por la crisis, terminó con la llamada constitución de la República de Weimar, le dio a Hitler facultades dictatoriales para concentrar en él todos los poderes del Estado y poder así eliminar los derechos individuales, suprimir la prensa independiente, controlar la Justicia, investigar, arrestar y encarcelar a los opositores y confiscar sus bienes, eliminar la libertad de reunión y prohibir las manifestaciones públicas. Convirtió a Hitler en dictador: Alemania ya no volvería a ser la que fue no sólo hasta el final de la guerra, en 1946, sino hasta su unificación, en 1989.
Todo empezó el 27 de febrero de 1933, cuando el Reichstag, el edificio del Parlamento alemán, fue destruido por un incendio intencional. Quien le prendió fuego a todo fue un joven comunista holandés, Marinus van der Lubbe, de veinticuatro años recién cumplidos: lo pescaron en el interior del Reichstag, casi desnudo, con el cuerpo ennegrecido por el humo y algunas quemaduras leves. Confesó de inmediato y luego bajo tortura, fue enjuiciado, condenado a muerte y guillotinado el 10 de enero de 1934, tres días antes de cumplir veinticinco años. En 1982, cuarenta y ocho años después de su muerte, su hermano, Jan van der Lubbe, pidió a un tribunal de Berlín Oeste que revocara aquella sentencia. La revocaron. La Justicia declaró al chico van der Lubbe, que llevaba casi medio siglo muerto, no culpable del incendio del Reichstag con el argumento que aseguraba que había sido un chivo expiatorio del nazismo, que había orquestado, amparado, impulsado y encubierto el vital incendio del Parlamento alemán. La anulación legal de la sentencia quedó ratificada en 2008 por el Tribunal Federal de Justicia gracias a una ley aprobada diez años antes que permitió la rehabilitación legal de muchos condenados por la justicia nazi entre 1933 y 1945.
¿Por qué los nazis querían incendiar el Parlamento, o permitir su incendio, u orquestarlo, ampararlo, encubrirlo? Es parte de una historia apasionante y sin final: aún no se sabe quién destruyó aquel edificio con cúpula de cristal, hoy reconstruido y símbolo de otra Alemania. En febrero de 1933 hacía menos de un mes que Hitler había llegado a ser el hombre fuerte de Alemania. El anciano Presidente y mariscal, Paul von Hindenburg, había cedido a las presiones del Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP) y había convertido a Hitler en canciller. Apenas cuatro días después, el 4 de febrero, Hitler exigió dos cosas, como parte de la feroz y veloz campaña nazi para conquistar el poder total: pidió a Hindenburg un decreto de “protección del pueblo alemán”, que restringió los derechos de la prensa y autorizó a la policía a prohibir reuniones y manifestaciones. Después pidió a Hindenburg que disolviera el Reichstag y llamara a elecciones adelantadas. Hindenburg dijo a todo que sí y las elecciones se fijaron para el 5 de marzo.
Lo que el nazismo en ciernes pretendía era abolir la democracia con cierto viso de legalidad: quería un congreso propio para que activara la Ley Habilitante, una norma creada por la República de Weimar que autorizaba al canciller a dictar leyes mediante decretos, en casos de extrema emergencia: la ley se había usado una sola vez para rescatar a Alemania de la hiperinflación de 1923 y 1924.
Hitler no tenía los votos suficientes en el Reichstag, sus diputados ocupaban sólo el treinta y dos por ciento de las bancas: el nazismo no era mayoría en el Reichstag, Alemania seguía inmersa en una profunda crisis económica que había devaluado varias veces su moneda; la fractura social incentivada incluso, y según Ian Kershaw, el gran biógrafo de Hitler, “por un gobierno mentiroso y corrupto y un sistema de partidos asentado sobre la miseria económica, la división social, el conflicto político y el fracaso ético”, había creado un escenario ideal para que creciera la violencia, en medio de acusaciones cruzadas entre nazis, comunistas y anarquistas.
Los nazis tenían el poder, pero era un poder inestable ante lo que, temían, o decían temer, un golpe de Estado a cargo de los comunistas. Hitler tenía viejas deudas por saldar con la izquierda y con la socialdemocracia alemanas. Y si el viejo mariscal Hindenburg había pensado en poder manejar a Hitler, había errado por completo: se había convertido en su títere. Eso también pasa a menudo con esas alianzas por conveniencia cuando sus protagonistas no tienen ni principios, ni lealtades. En ese clima, se incendió el Reichstag.
Todo sucedió en menos de media hora. A las nueve de la noche del 27 de febrero, el joven estudiante de teología Hans Flöter pasó junto a las escalinatas de la entrada sur del Reichstag, oyó ruidos de cristales rotos, cinco años después sonarían en Alemania otros cristales rotos, y miró hacia arriba: sorprendido por las llamas empezó a correr para buscar ayuda. Cinco minutos después encontró, en la fachada norte del edificio, al agente de policía Karl Buwert, metido en una garita de vigilancia del Parlamento. A las nueve y trece de la noche, los bomberos recibieron la llamada del policía. Llegaron poco después, pero el edificio entero estaba en llamas.
No todo el mundo que vio el incendio llamó a los bomberos. Ernst Putzi Hanfstaengl, cercano a Hitler en esos años y que llegó a manejar las relaciones del NSDAP con la prensa extranjera, fue despertado por los gritos del encargado de la residencia de Hermann Göring, que quedaba al lado del Reichstag, y donde Putzi vivía por unos días. Hanfstaengl debió haber estado esa noche en una cena con Hitler en casa de Goebbels, pero se había sentido mal, acatarrado y con fiebre, de modo que cuando vio por la ventana las llamas que devoraban el edificio del Parlamento, llamó a Hitler. Lo atendió Goebbels que quiso saber qué pasaba: él le pasaría el mensaje al Führer. Cuando Hanfstaengl le dijo qué pasaba, Goebbels sólo preguntó: “¿Se trata de una broma?”. No le dijo nada a Hitler y mandó a chequear la información. Minutos después, Hitler y Goebbels cruzaban Berlín para encontrarse frente al desastre con otros dirigentes nazis.
Con Hitler a la cabeza, todos creyeron, o dijeron creer, que el incendio era obra de los comunistas que hacían así una importante manifestación de fuerza, previa a las elecciones. Göring lo dijo a la prensa al día siguiente. Denunció que en el KPD, el partido comunista alemán, la policía se había incautado de panfletos que llamaban al pueblo a una rebelión armada, que Alemania estaba al borde del caos bolchevique y que entre la documentación secuestrada figuraban planes para el asesinato de dirigentes políticos y sus familias y para atacar varios edificios públicos del gobierno. Nunca hubo prueba alguna de lo dicho por Göring, pero la histeria nazi tenía sustento en una probable huelga general, que presumían revolucionaria, dirigida por el KPD. Fue Göring, que había llegado casi de inmediato al Reichstag preocupado por la eventual pérdida de valiosos tapices, quien le dijo a Hitler, que llegó a las diez y media de la noche a las ruinas humeantes, que todo había sido obra de los comunistas.
Hitler, en plena crisis nerviosa, encaró al vicecanciller, Franz von Papen: “Esta es una señal que envía Dios. Si ese incendio es, tal como creo, obra de los comunistas, entonces debemos aplastar a esa plaga asesina con puño de hierro”. Rudolf Diels, que sería luego jefe de la Gestapo en Prusia, intentó explicarle a Hitler los resultados del interrogatorio hecho al joven van der Lubbe, al que habían pescado dentro del Parlamento, y que había confesado, dijo Diels, su autoría en solitario. Hitler le cortó la palabra, dijo que todo había sido planificado con sumo cuidado y que a los diputados comunistas del Reichstag había que ahorcarlos esa misma noche y tampoco había que mostrar misericordia con los socialdemócratas. Minutos después, en casa de Göring se reunieron con el dueño de casa Hitler, Goebbels y el poderoso ministro del Interior Wilhelm Frick, que sería ejecutado en Núremberg en 1946. Hitler ni siquiera estaba en condiciones de dar órdenes claras, las dio Göring: decretó un estado de alerta policial a gran escala, autorizó el uso de armas de fuego y detenciones masivas de comunistas y socialistas. A Diels, el policía que había interrogado a van der Lubbe, todo aquel ambiente le recordaba “a un manicomio”.
Al día siguiente, von Hindenburg firmó un documento infame llamado “Decreto del incendio del Reichstag para la Protección del Pueblo y del Estado”, que Hitler le llevó escrito punto por punto. Dejaba sin efecto diferentes derechos ciudadanos consagrados por la Constitución de Weimar. Hitler insistió ante Hindenburg en que el incendio del Reichstag era el principio de una “insurrección comunista”. Hindenburg aceptó dar legalidad al decreto basado en el artículo cuarenta y ocho de la Constitución de Weimar que permitía al Presidente de Alemania tomar toda medida que juzgara necesaria para preservar la seguridad pública. De ese modo, bajo el amparo de la Constitución de Weimar, la Constitución de Weimar quedó anulada.
El resultado fue el arresto masivo de miembros del KPD y también de muchos opositores al flamante régimen nazi. En los días que siguieron al incendio fueron arrestadas más de diez mil personas. Hitler se había convertido en dictador y los nazis, habían sido los grandes y únicos beneficiarios de la destrucción del Parlamento, presentada como un ataque hacia el nazismo. Cosas del relato. Las elecciones del 5 de marzo no le dieron mayoría absoluta al NSDAP que, con el cuarenta y cuatro por ciento de los votos se convirtió igual en el partido más grande de Alemania y aumentó el número de diputados en el Parlamento. El KPD perdió el cuatro por ciento de los votos y la socialdemocracia el dos por ciento. Junto con sus aliados del Partido Nacional Popular Alemán, los nazis activaron la famosa Ley Habilitante que daba plenos poderes al canciller, Adolf Hitler.
La teoría de que los nazis quemaron todo, inventaron todo y aprovecharon todo, tiene un par de testimonios muy simpáticos. El 28 de febrero de 1933, mientras los restos del Reichstag todavía estaban al rojo, el Decreto del Incendio del Reichstag convertía en dictador a Hitler, condenaba a Alemania al horror, y mientras los nazis perseguían y encarcelaban a los opositores, Bruno Loerzer, amigo personal de Göring dijo a Albrecht Freiherr von Freyberg-Eisenberg Allmendingen, que sería vicealmirante del Reich: “No entiendo las tonterías que difunde toda esa gente sobre el incendio del Reichstag. Yo recibí la orden de mi amigo Göring de quemarlo”.
El otro testimonio proviene del libro “The Rise and Fall of the Third Reich – Auge y caída del Tercer Reich”, del historiador americano William Shirer. Sus páginas recogen la declaración jurada del general alemán Franz Halder que afirmó que, en Núremberg, ya prisionero de los aliados, Göring se jactó de haber incendiado el Reichstag. Cita Shirer a Halder: “En un almuerzo con ocasión del cumpleaños del Führer en 1943, las personas alrededor de Hitler dirigieron la conversación hacia el incendio del Reichstag y su valor artístico perdido. Escuché con mis propios oídos como Göring irrumpió en la conversación y gritó: ‘El único que realmente sabe sobre el edificio del Reichstag soy yo, porque yo le prendí fuego’. Y diciendo esto, dio una palmada”, sobre la mesa.
Durante el juicio de Núremberg entre 1945 y 1946 los acusadores aliados leyeron a Göring la declaración jurada de Halder, a las que el ex jerarca nazi calificó de “tonterías”. Dijo Göring: “No tenía razón o motivo alguno para incendiar el Reichstag. Desde el punto de vista artístico no me arrepiento en absoluto de que la cámara se quemara; tenía la esperanza de construir una mejor. Por lo que si lo lamento mucho es porque me vi obligado a buscar un nuevo lugar de encuentro para el Reichstag, y al no ser capaz de encontrar uno, tuve que renunciar a mi Ópera Kroll. La ópera me parecía mucho más importante que el Reichstag”.
Condenado a morir en la horca, Göring se mató horas antes de marchar hacia el cadalso, con una cápsula de cianuro que le hicieron llegar a su súper vigilada celda de criminal de guerra.
Infobae