El tesoro de la conciencia
Marcos Buvinic Martinic
Como era de prever, con la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado en nuestro país, se han comenzado a agitar las aguas y aparecen tensiones y crispaciones, de un lado y de otro. Por cierto, es muy difícil lograr una lectura única de esos sucesos que involucran tan fuertemente no sólo las ideas, sino la sensibilidad de las personas. Pero sí es posible buscar una lectura convergente en torno a algunos puntos fundamentales, que pueden permitirnos hacer memoria de nuestra historia y leerla en una perspectiva creativamente abierta al futuro.
Donde aparece una lectura convergente, salvo en pequeños grupos de uno y otro lado anclados en las dimensiones dolorosas del pasado, es en la convicción compartida que la vida de nuestra comunidad nacional debe fundarse en el respeto y promoción de los derechos humanos de todas las personas, y que no existe ninguna situación o circunstancia que justifique la violación de tales derechos.
¡Enhorabuena!, si esto es así. Porque ese es un piso sólido sobre el que es posible edificar una convivencia nacional de cara al futuro, aún a pesar de las diferentes lecturas que puedan hacerse de las causas que condujeron al golpe de estado. Esa convicción mayoritariamente compartida es un triunfo de la conciencia humana, por sobre cualquier ideología o afirmaciones circunstanciales, y es el reconocimiento compartido de la democracia como forma de vida y de convivencia social.
Ha sido un largo y complejo camino para que esta convicción se abra paso entre los relativismos acerca de la validez universal de los derechos de la persona humana, o entre los negacionismos que pretenden una amnesia histórica como modo de convivencia. Es un triunfo de la conciencia humana que es capaz de reconocer los valores fundamentales que construyen una convivencia social humanamente digna.
La conciencia humana no es sólo el conocimiento de sí (el “yo” o el “sí mismo”), sino que es la capacidad que juzga las acciones propias y ajenas, estableciendo juicios éticos según las responsabilidades, valores y opciones fundamentales de la vida. Por eso que, al establecer el respeto a los derechos humanos como condición para la convivencia y desarrollo de la vida, la sociedad está realizando, aunque a algunos les cueste reconocerlo, una autocrítica que es un juicio ético, a partir del cual se eligen esos derechos y valores como la base de la vida social, política, económica, cultural, religiosa; es decir, como base de una vida que sea humana y compartida.
Los procesos de la conciencia al hacer juicios éticos, no sólo son personales, sino que tienen una dimensión colectiva al ser compartidos por una comunidad que los va haciendo parte de su cultura; es este caso, se trata de una cultura de la dignidad de la persona expresada en sus derechos básicos como valores compartidos.
Algo así es lo que ocurrió en las Naciones Unidas, cuando en 1948 la asamblea general de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fue un triunfo de la conciencia que permitió que diferentes países, con diversas ideologías, culturas, religiones e historia (y con las heridas de la historia), convergieran en reconocer esos derechos como la expresión de la dignidad de la persona humana y de la convivencia social. La conciencia humana es el gran artífice de estos procesos que van dando forma a una cultura de los derechos humanos, los cuales implican los deberes correlativos, para las personas, grupos y estados.
El tesoro que significa la conciencia humana es que nos permite asumir valores, hacer juicios éticos y reconocer las fallas en la conducta con respecto a esos valores, y así crecer humanamente. Gracias a la conciencia podemos reconocer donde está el bien y donde está el mal. Dicho de otro modo, los pueblos, los países y cada persona crecen en humanidad gracias a la conciencia personal y colectiva.
En la tradición cristiana, la conciencia es llamada “la voz de Dios” que se manifiesta en cada persona. Para la fe cristiana, la conciencia es el núcleo más íntimo de cada persona, el sagrario del ser humano, en que la persona se encuentra con Dios que allí se manifiesta.
Entonces, es un patrimonio muy valioso para nuestro país la convergencia de diversos sectores políticos, instituciones y personas en la convicción de que la vida de la comunidad nacional debe fundarse en el respeto y promoción de los derechos humanos de todas las personas, y que no existe ninguna situación o circunstancia que justifique la violación de tales derechos. Esa es una roca sólida para construir nuestro futuro.