Necrológicas

El pelo

Por Jorge Abasolo Jueves 7 de Marzo del 2024

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Si hay una cosa que me molesta y no puedo asumir desde que llegué a los 60 años de edad, es la maldita calvicie.

Hace poco me encontré con un amigo que no veía hace más de diez años, pero de aquellos que no se olvidan por lo simpático y porque estuvo conmigo en momentos de zozobras
personales.

Su saludo dejó entrever que nuestra amistad permanecía incólume:

-¡Pero, Jorge…¡¡qué  gusto de verte!! ¡No sabes cuánto te echaba de menos!

Respondí con un elogio similar y tras cartón mi amigo añadió:

-¡Pero p’tas que te falta pelo, compadre! ¡Estái más pelado que codo de notario!

Eso no me hizo gracia, pero mi amigo no lo hizo de forma intencional. Le salió del alma y porque rebasa espontaneidad.

Desde que mi calvicie quedó en evidencia, he optado por emplear sombreros o jockeys que disimulen este déficit de cabellos en la cabeza que a mí se me ha transformado en molestia vitalicia.

Me consuela pensar que esto le ha pasado a grandes personalidades. Por ejemplo, Pericles -el gran político y orador ateniense- solía utilizar un casco metálico de soldado hasta en verano, pues su calvicie lo ponía de mal humor.

Por eso me cuesta entender a muchos jóvenes que se quejan por no encontrar trabajo ya que usan el pelo demasiado largo.

¡Supieran lo que cuesta conseguirlo sin pelos!

Merced al humor esto se puede sobrellevar con menos angustia.

Pongo como ejemplo el caso de la escritora neoyorquina Geneen Roth, autora del libro “Cuando la comida es más que comida”. Nacida en 1951, en una entrevista concedida al Washington Post, declaró con envidiable desenfado:

-“Hubo un tiempo en que yo era bellísima. Mi pelo era espeso, negro y brillante. Mi piel, tersa y tan suave como un melocotón maduro…Mi boca, rosa oscuro…Mis ojos, grandes y claros. Por desgracia tenía entonces cuatro años. Desde ese día he ido  cuesta abajo”.

Esa vieja copuchenta y amiga de los cotilleos llamada historia, nos da cuenta que fue en el monte Sinaí cuando Dios le ordenó a Moisés sacar a su pueblo de Egipto. A partir del siglo IV se consolidaron allí las tradiciones de los monjes ortodoxos, entre ellas, la de nunca cortarse la cabellera o la barba.

¡Qué pena no haber vivido en esos tiempos!

El escritor David Gallagher (más viajado que Marco Polo) me contaba que en Egipto el pelo es un elemento clave de expresión o de opresión.

Por otro lado, admito que lo único que envidio de los fundamentalistas es que utilizan cabelleras y barbas largas. A su vez, para la mujer musulmana mostrar el pelo es un signo de modernidad. Las más tradicionales andan con las cabezas veladas, aunque entre éstas hay matices.

Después de lo que hablamos, lo que más delata lo que somos es el pelo. Al menos, eso creo yo. El pelo nos distingue, pero también nos traiciona. Destaca nuestra juventud…para después de unos años delata el paso del tiempo.

Soy de los que no he podido asumir mi calvicie…que para mí ya se ha convertido en un calvario.

Eso sí, tengo un amigo más pelado que yo. Le puse por apodo “El cabeza de billetera”.  Sin palabras…

¡Vaya mi solidaridad con todos los calvos de Chile…!

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