Más aprendemos del amor que del sufrimiento
En estos días, los cristianos hemos hecho memoria de la vida entregada del Señor Jesús y lo hemos celebrado con gozo y esperanza como el Resucitado que triunfa sobre la inhumanidad de los dos grandes enemigos de la felicidad humana: la maldad que se anida en el corazón de las personas y en las estructuras de la sociedad -eso es lo que en el lenguaje religioso llamamos pecado-, y la muerte con la que se estrellan nuestros anhelos de vida.
En este Domingo de Pascua, los cristianos celebramos con estupor y gozo la Resurrección del Señor Jesús, que nos abre un horizonte nuevo que sobrepasa los límites de nuestra razón, en el cual lo que parece imposible se hace parte de lo real. Al hacer memoria de la entrega del Señor Jesús y de su sorprendente resurrección, nos llega con claridad el anuncio: ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra, sino que la última palabra la tiene Dios, y El siempre pronuncia una palabra de Vida allí donde todo lo que destruye al ser humano ha puesto muerte.
Eso es lo que sucedió en la vida entregada del Señor Jesús ante su muerte violenta, y la sorprendente novedad de la acción de Dios. ¡Es el Señor resucitado, vencedor del pecado y la muerte! Por eso, la resurrección del Señor Jesús no es sólo una celebración litúrgica; es, sobre todo, la manifestación de la presencia amorosa de Dios, que nos salva de toda la oscuridad del mal que nos acecha y de la muerte que nos ronda cada día. Algo de eso es lo que hermosamente plasmó Silvio Rodríguez en una de sus canciones: “sólo el amor convierte en milagro el barro/ sólo el amor alumbra lo que perdura/ sólo el amor consigue encender lo muerto/ sólo el amor engendra la maravilla”.
La celebración de la Pascua es, pues, la fiesta gozosa y esperanzada de que el amor de Dios está presente y actuando en medio de todas nuestras crisis y los dramas de nuestro mundo. Así, a pesar que a veces no podamos percibirlo con claridad, Dios conduce nuestra vida y nuestra historia hacia la plenitud para la que fuimos creados; nos conduce hacia El, y la resurrección del Crucificado es el sello definitivo de Dios a todos los dramas de la historia humana.
Por eso, creer en la resurrección del Señor Jesús es aceptar que lo que parece imposible forma parte de lo real, y eso significa no resignarse a que la propia vida y el mundo entero sigan adelante de la misma manera y reproduciendo impunemente el drama humano del pecado. Lo que ocurre es que el Señor Jesús, con su muerte y resurrección, viene a alterar profundamente la vida de las personas, viene a cambiarlo todo, con su Espíritu viene a hacer nuevas todas las cosas, las personas y la historia humana.
En la celebración de la Pascua comprendemos que -por una parte- el sufrimiento es una de las principales escuelas del aprendizaje humano, en el sentido que lo expresaba el filósofo Hegel en la frase que se le atribuye: “el ser humano no aprende nada de la historia, pero aprende todo del sufrimiento”. Pero, por otra parte -y con mucha más fuerza- en la Pascua acogemos la belleza del amor de Dios manifestado en el Señor Jesús, de manera que los cristianos decimos con san Agustín que “el ser humano aprende del sufrimiento, pero mucho más aprende del amor”.
Así, en Pascua los cristianos celebramos y anunciamos algo que resulta increíble para las maneras de pensar y de vivir que dominan en este mundo, y es que el camino de vida despojada y entregada del Señor Jesús es un camino de pleno éxito, es el grano de trigo muerto en la tierra que se ofrece como una espiga nueva en el Resucitado y en la comunidad de personas en quienes se renueva esa entrega, sean quienes sean y donde quiera que esas personas se encuentren.
¡Feliz Pascua del Señor Jesús resucitado!