Necrológicas

Catalina Cayazaga: la necesidad de humanizar la educación y supervisión en Salud

Por Eduardo Pino Viernes 5 de Abril del 2024

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Hace dos semanas, en la última columna de opinión me referí al caso de Katherine Yoma, joven docente de Antofagasta que se suicidó debido al acoso de una de sus alumnas y su familia. Hoy, desgraciadamente, las noticias nos reportan del suicidio de una joven que tenía el sueño de aportar a la sociedad en su rol profesional de futura Terapeuta Ocupacional. Hace dos semanas expresé que no se puede presentar indiferencia cuando una joven profesora de 31 años, que tiene una vida por delante para entregar su trabajo en pos del bienestar de quienes le rodean, decide adoptar la más drástica de las decisiones que, en algún momento de la existencia, puede interpretarse como una alternativa que alivie el dolor y la desesperanza que invade la experiencia. Hoy, resulta inevitable no conmoverse con el fatal desenlace de la joven Catalina Cayazaga, enlutando a una comunidad educativa y, especialmente, a su familia que difícilmente encontrará consuelo y sentido a esta terrible decisión. 

Según reporta la información entregada, Catalina poseía una marcada vocación de servicio y cariño a su carrera, relaciones interpersonales satisfactorias y cercanas con los demás, así como un estrecho lazo afectivo con su familia, especialmente su madre. Es importante dejar claro esto, pues en ocasiones observamos estudiantes de Educación Superior que deciden quitarse la vida producto de dinámicas depresivas acarreadas desde años, además de presentar desadaptación social y evidenciar escasa gratificación emocional producto de las actividades que emprenden, por lo que las dificultades relacionadas con lo académico vienen a ser parte de una serie de factores que necesitaron de una intervención mayor y más integrada para apoyarles en la superación de sus dificultades. Todo apunta que el caso de Catalina se detona reactivamente en sus requisitos curriculares de Internado y Tutoría, producto del maltrato y relación despectiva de quienes la supervisaban.  Si bien las relaciones interpersonales son complejas debido a las legítimas diferencias que se presentan, además de considerar que las sensibilidades pueden diferir incluso entre distintas generaciones, por lo que las interpretaciones e intenciones pueden variar más allá de las ejecuciones conductuales observadas, todo parece indicar que, al igual que en el caso de Katherine, Catalina siguió los protocolos correspondientes ante lo que constituía un maltrato hacia su persona, dejando constancia de esto e informando a sus superiores, lo que además era observado (y en algunos casos compartido experiencialmente), por algunas de sus compañeras. 

Llama la atención que en algunos lugares, especialmente en el ámbito de la Salud, muchas veces se normalice el maltrato hacia las y los estudiantes como una dinámica “inherente” al funcionamiento del lugar, legitimado en la exigencia académica y duras condiciones en que se ejercerá profesionalmente una vez egresado. Pero la pregunta de fondo que inevitablemente surge es: ¿se requiere denostar al o la joven que llega a colocar en práctica lo aprendido en sus años de aulas universitarias para que demuestre competencias adquiridas?  La respuesta es categórica: no, en lo absoluto. Comparto la necesidad de exigir a los y las estudiantes ejecuciones que evidencien su dominio profesional, tanto en conocimientos como actitudes acordes a un perfil que equilibre intereses propios y de sus potenciales beneficiarios, pero en un marco de respeto, retroalimentación efectiva y servicio a un estudiante que se encuentra en formación. Creo que uno de los desafíos más importantes que deben asumir los docentes, especialmente quienes fueron formados en tiempos muy distintos al actual o presentan rasgos de personalidad poco “flexibles”, es mantener la fidelidad a una exigencia funcional que debe ser alcanzada estimulando y motivando a estudiantes desarrollados en contextos muy diferentes. Tan nocivo como un profesor distante y que pretende que sus estudiantes piensen y actúen como él sin haber procesado una experiencia y errores propios; es ese profesor que se mimetiza y coloca al nivel de sus noveles alumnos sólo para que lo valoren como “buena onda”. Curiosamente, la educación es uno de los ambientes donde más se requiere de flexibilidad y renovación constante, pero en la práctica escasean más de lo deseado. Si en ocasiones encontramos estas dificultades en docentes, ¿están los tutores o supervisores de prácticas preparados para ejercer pedagógicamente su labor frente a estudiantes? En el caso de Catalina, las conductas y actitudes de su tutora no pretendían enseñar, en una retroalimentación que consistía en ignorar y entregar mensajes de crítica e incluso burla, en vez de guiar y corregir lo necesario. Se infiere que faltó lo más importante: la exigencia necesaria, que incluso puede llevar a la reprobación en algunos casos, siempre debe ir de la mano con el acompañamiento, la sugerencia u orden de cambio justificado, además del mensaje que más allá de los errores y dificultades, es posible llegar a lograr un buen trabajo cuando se cumple con lo requerido, por algo se llegó hasta ahí. 

Más allá que cada caso es único, que en esta situación hay información que no conocemos y se debe evitar emitir juicios antes de investigar seriamente, el caso de Catalina debe alertarnos de la cultura que estamos normalizando sólo porque aceptamos su ocurrencia. Pedir humanizar el trato que algunos profesionales de la salud y la educación ejercen ante sus estudiantes, compatibilizándolo con una exigencia académica adecuada a lo requerido para convertirse en un profesional competente, finalmente constituye la esencia de la educación. 

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