Profundidad del bien y banalidad del mal
En medio de la violencia que se adueña de muchos ámbitos de la vida de la sociedad, así como los numerosos casos de corrupción que manifiestan el déficit ético de nuestra sociedad, hace dos semanas me referí en esta columna a la “banalidad del mal”, como la presenta la filósofa Hanna Arendt, quien acuñó ese concepto en la década de los 60 con ocasión del juicio al nazi Adolf Eichmann.
Como lo explica Arendt, la banalidad del mal no se refiere a que el mal sea trivial o sin importancia, sino que tiene que ver con el autor del mal, para quien la distinción entre el bien y mal se ha hecho banal, sin importancia, porque no dialoga consigo mismo sobre sus actos y sus consecuencias; por eso decíamos que la banalidad del mal significa silenciar la conciencia moral que permite distinguir el bien del mal. Aunque el mal, señala Arendt, “puede extenderse y asolar el mundo entero porque se extiende como un hongo en la superficie, sólo el bien tiene una profundidad que puede ser radical”, profundidad que nace en el interior de cada persona.
El apagón ético en nuestra sociedad nos desafía, a todos, con la pregunta de qué podemos hacer para vivir sintiéndonos seguros, para convivir en un ambiente de confianza y respeto, que podamos confiar en la probidad de las autoridades y funcionarios públicos, y que podamos desarrollarnos -personal y socialmente- de un modo creativo y emprendedor, no defensivo. Por cierto, hay una tarea fundamental de las autoridades, de las policías y de todos los que persiguen a los corruptos y delincuentes; pero no basta con reclamar por esas tareas, sino la pregunta es qué podemos hacer -cada persona- frente al déficit ético.
Se trata de un asunto que tiene muchas dimensiones, perspectivas y enfoques, y no pretendo tener una respuesta universal, pero ante un apagón ético hay que ir encendiendo luces. Así, desde mi perspectiva de creyente en Dios, trataré un aspecto de lo que significa lo que Arendt llamaba “autorreflexión” o “el diálogo silencioso entre yo y yo mismo”.
La tradición cristiana tiene como guía de las decisiones y actos de las personas las enseñanzas que emergen del Evangelio del Señor Jesús, las que dan su sentido pleno a los diez mandamientos recibidos de la tradición judía. En el cristianismo, la conciencia es considerada como la voz de Dios que habla en el interior de las personas y ofrece a la libertad personal una orientación para sus decisiones y actos; esto también para quienes no son creyentes, pues como dice el apóstol Pablo que, refiriéndose a los paganos -los que no conocen a Dios- señala: “la ley está escrita en sus corazones, como lo atestigua su conciencia y los razonamientos, que unas veces los acusan y otras los disculpan”.
Así, toda la ética cristiana tiene su fundamento en las enseñanzas del Señor Jesús y en como la Iglesia ha ido aplicándolas en las diversas situaciones de la vida personal y social, y en el testimonio de la propia conciencia de cada persona. Entonces, el cristiano no está a la deriva, sino que sabe lo que tiene que hacer para vivir como discípulo del Señor Jesús y dar testimonio de El con sus palabras y acciones, y sabe que cualquier juicio ético comienza por sí mismo, para “no ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga que hay en el propio ojo”, dice el Señor Jesús.
Pero no basta con “saber” lo que hay que hacer para actuar bien, sino que hay que, efectivamente, hacerlo como fruto de decisiones libres. Para llegar a ese “hacer el bien” hay que escuchar la propia conciencia, o como decía Arendt, hay que “pensar”, hacer “autorreflexión”, realizar “el diálogo silencioso entre yo y yo mismo”. Eso es lo que en la tradición cristiana se llama “examen de conciencia”.
El déficit ético de la sociedad nos dice que es el momento de hacer, a nivel personal, y donde sea posible, a nivel institucional, un serio examen de conciencia, para que la vida de cada persona o institución puedan ser más luminosas en medio del apagón ético de la sociedad. Poder mirar si hemos banalizado el mal, si hay pequeñas o grandes mentiras, pequeñas o grandes trampas, chamullos y chanchullos; pequeñas o grandes faltas a la probidad, pequeñas o grandes violencias y agresividades, pequeños o grandes tráficos de influencias o uso de información privilegiada, como se ha puesto de moda, etc…
Para terminar, el apagón ético que vive nuestra sociedad pone de manifiesto el fracaso de la formación de la conciencia ética de los ciudadanos de nuestro país. ¿Dónde y cómo se está formando la conciencia moral de los chilenos? Por ahora dejamos planteada la pregunta.