Necrológicas
  • – Héctor Jorge Castillo Ortiz

Una democracia sin centro

Por Diego Benavente Viernes 20 de Junio del 2025

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La competencia presidencial en nuestro país ha comenzado a desnudar, una vez más, la fragilidad de nuestro sistema político. La figura del candidato carismático, capaz de movilizar masas, acaparar atención mediática y conectar emocionalmente con la ciudadanía, ha ido ganando terreno frente a aquellos aspirantes que, con menos luces pero mayor estructura partidaria, podrían ofrecer condiciones más estables y responsables para un eventual gobierno. Lo preocupante es que esa fragilidad institucional no sólo permite que cualquiera haga un “gallito” electoral a quien sea, sino que también elude mecanismos serios de evaluación previa de los candidatos.

Resulta útil observar lo que sucede en otros sistemas democráticos más consolidados, como el de Estados Unidos. Allí, el proceso previo a la elección presidencial incluye convenciones y primarias estatales que obligan a los postulantes a recorrer el país, exponer sus ideas, someterse al escrutinio público y debatir con otros líderes dentro de sus propios partidos. Es un filtro político y ciudadano a la vez, que revela tanto fortalezas como debilidades. Y aunque el modelo norteamericano está lejos de ser perfecto, ese camino previo dota de mayor legitimidad a quienes logran llegar a la etapa final.

¿Por qué no pensar en algo similar para nuestro país? Toda candidatura que figura hoy en los medios y redes sociales, debiera recorrer el territorio, escuchar a la gente y comprometerse con programas concretos. Sería un ejercicio no sólo democrático, sino pedagógico: para los electores, que tendrían más elementos para decidir, y para los candidatos, que entenderían que gobernar no es sólo convencer, sino también responder.

Pero esta discusión no puede separarse del otro gran problema político de nuestro tiempo: el vaciamiento del centro. La centroizquierda se ha corrido más hacia la izquierda, la centroderecha hacia la derecha, y en el proceso, el centro se ha ido disolviendo en un tibio y desdibujado espacio que no logra ofrecer liderazgo, convicción ni propuestas atractivas. Ha fallado en su rol articulador, en su vocación de mayoría, y ha permitido que los extremos ocupen el escenario con mayor fuerza.

Lo que vemos hoy es una pelea fratricida entre quienes compiten por ser “más de lo suyo”: más progresistas o más conservadores, más radicales o más identitarios. El resultado es un país tensionado, polarizado, sin puentes ni matices. Mientras algunos sectores celebran sus propias primarias, otros las miran desde la vereda del frente, apostando al desgaste del contrario más que a la construcción de alternativas propias. En este contexto, el centro, que durante los últimos 30 o más años permitió -con mayor o menor éxito- gobiernos estables, dialogantes y representativos, parece haberse evaporado.

Y sin embargo, ese centro sigue siendo necesario. No como punto intermedio vacío de contenido, sino como espacio de equilibrio, de síntesis, de vocación de gobierno. Sin un centro político robusto y legítimo, capaz de dialogar con los extremos sin entregarse a ellos, seguiremos atrapados entre candidaturas emocionales y proyectos inviables.

Por eso, si queremos mejorar la calidad de nuestra democracia, necesitamos dos cosas urgentes: reconstruir el centro político y fortalecer los mecanismos de filtro previo a la competencia presidencial. Que los candidatos se midan no sólo en encuestas o likes, sino en debates, territorios y compromisos. Y que el país pueda volver a elegir no al que más grita, sino al que mejor puede gobernar.

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