Pistoleros digitales
Pavel Oyarzún Díaz
Escritor
Nací el 63. Provengo del Pleistoceno Medio. Soy analógico. Soy rupestre. Y, siendo optimista, estoy en vías de extinción.
El caso es que crecí viendo westerns, en blanco y negro, en un Westinghouse, a tubos, sobre cuya carcasa, de madera, se hubiese podido jugar a las cartas o al ludo. Un auténtico armatoste, instalado en el corazón de mi casa sesentera -pobre, pero honrada-, y en cuyo interior ardía un milagro de última generación iluminando mi vida, nuestras vidas: la TV.
Por las tardes, a eso de las cinco o seis, la pantalla se encendía, con una de vaqueros. En ese minuto, la realidad quedaba en pausa. Me refiero a todo lo que me rodeaba. Sentía que la verdadera vida estaba ausente, como diría Rimbaud. Ausente de mi casa. De mi familia, de mi calle. La verdadera vida estaba en ese Westinghouse. Hablo de la vida crucial, la única que merecía ser vivida. Estaba en el OK Corral, con Doc Hollyday, acribillando malandras, peores que él. Estaba en Misuri, con Jesse James, asaltando bancos, huyendo con el botín, sin un rasguño. Iba con Billy the Kid, mordiendo la bala, y los caza-recompensas, pisándonos la sombra. A qué seguir. Era el hechizo del Far West, sobre el coco de millones de chicos, incluidos los de Terra Ignota, como yo.
Pues bien, por alguna razón, o ironía del destino, medio siglo después, relacioné a estos pistoleros de Hollywood, con algunos muchachos del presente digital, con quienes me topo a diario. Pero esta vez, me vi en el lugar de los acribillados. Entonces, el script cambió.
Fue decisivo y terrible, a la vez. En cuanto logré verlos, quiero decir, calibrarlos (creo que eran tres o cuatro, en la mesa contigua, con sus Macs, de policarbonato, ya desenfundados), se me antojaron como unos pistoleros, pero venidos del futuro. Algo así. Matadores de la Era Informática (¡tan lejana de mi Pleistoceno natal!). Criaturas de un Big Bang binario, ocurrido hace nada. Esos muchachotes – me dije – son la antesala del Homo Deus, siguiendo el vaticinio de Harari; en consecuencia, son la precuela de una raza de inmortales. Es espeluznante, por donde se mire.
No tienen pinta de duros, como los forajidos de Dodge City o Tombstone. Ni de lejos. Por el contrario, todos, o casi todos ellos, se mueven, entre nosotros, con un aire pacífico y gentil, una máscara apacible y un andar macilento, de herbívoro superior. Aquí, en este punto, un detalle no menor: en su mirada existe, incluso, un no sé qué de ternura, algo distante, frío quizás, con una pizca de extrañeza o lástima, pero ternura al fin.
Sin embargo, este último detalle los vuelve – a ojos de mi especie, sobreviviente, a lo bestia, de la Era Analógica- más aterradores aún. No por lo que exudan, como he dicho, sino por lo que representan. Es lo que hay en ellos, bajo de esa apariencia de chicos buenos – y por Dios que pueden serlo, no digo que no -, puesto que son criaturas del porvenir, cien por cien. No tienen un solo átomo en el pasado. Viven en un futuro perpetuo. Comen y respiran futuro. Es más, para ellos – no pueden ocultarlo – todo pasado fue vergonzante. Rupestre. Intolerable. Pues bien, yo provengo de ese pasado – créanme que tiemblo al decirlo -, y más temprano que tarde, como todo neandertal, caeré en su cuenta.
Está escrito, por fuera son unos pimpollos. No portan un Colt ni nada semejante. Pero, ¡cuidado!, esto no quiere decir que vayan desarmados. Por el contrario. En el interior de esa inocente y hasta preescolar mochila, que siempre les cuelga de un hombro, portan su propio Peacemaker. Su Winchester digital.
Reitero, no tienen cara de fosa, al estilo Lee van Cleef o Ernest Borgnine. Sus rostros solo hablan de mansedumbre y, en ocasiones, de una peregrina turbación, como todavía anclados a una adolescencia, tal vez onanista, pero no violenta ni rencorosa. No vienen de ninguna guerra, de ningún Sename sobre la tierra, sino directo de sus habitaciones de púberes. Confortables. Herméticas. No obstante, debo insistir en este aviso, e insistiré hasta mi último pataleo: son temibles. Son implacables. Donde ponen el ojo…
Y hablando de ojos – reparemos, por vez postrera, en el espejo de sus almas -, te enfocan, mansamente, con cierta piedad – piedad digital, no cristiana, se entiende -, y en ese preciso instante, sencillamente, te eliminan de pantalla. Te borran. Te despachan. En ese teclado virtual, que es su corazón, los pistoleros digitales, en cuanto te enfocan (hablo por los últimos neandertales), con total tranquilidad y a sangre fría, sin dejar de sonreír, aprietan “supr”. Sin asco.




