Cierre del Samaritano: rostros y relatos de quienes lo llamaron casa
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Los usuarios del establecimiento relatan su experiencia, sus desafíos diarios y la esperanza de mantener vivo el espíritu de la Casa, mientras llaman a la comunidad a acompañarlos en esta etapa. “No nos ofrecieron ninguna alternativa. No somos maletas que se puedan mandar de un lado a otro. Somos personas, ancianos, que ya trabajamos toda la vida”, sostiene José Cid Rodríguez.
Silvia Leiva Elgueta
La Casa del Samaritano, antes Hogar de Cristo, de calle Balmaceda, en pleno centro de Punta Arenas, se consolidó con los años como un hogar más allá de sus paredes: un espacio donde los adultos mayores encontraron cuidado, compañía y una red de apoyo que hizo la vida diaria más llevadera. Para quienes la habitaron, dejarla no es simplemente mudarse, sino perder un lugar lleno de recuerdos, rutinas y vínculos que se tejieron día a día.
“Para mí esta es mi casa, donde yo vivo… No nos ofrecieron ninguna alternativa. No somos maletas que se puedan mandar de un lado a otro. Somos personas, ancianos, que ya trabajamos toda la vida”, sostiene José Alfonso Cid Rodríguez (70), expresando la dificultad de enfrentarse a un futuro incierto.
La preocupación por la seguridad y la accesibilidad también es constante. Uno de los cuidadores aporta: “¿Qué va a pasar con los que no pueden caminar?… Afuera, las casas, no están adaptadas, no hay catres clínicos ni baños adecuados”. Muchos de los residentes requieren atención y cuidados especiales, lo que hace que la búsqueda de alternativas habitacionales sea aún más compleja.
Más allá de estas dificultades, los sueños y proyectos personales de los residentes siguen vivos. José Cid comparte su aspiración de seguir aprendiendo y de mantenerse activo: “El sueño es terminar mi enseñanza media, es el sueño por el día. Yo si tuviera los medios… sé que iría a la universidad. Pero ahí se requiere más y en las situaciones que nos encontramos todos los abuelos acá, es difícil soñar. Dicen que el sueño no cuesta nada, pero para nosotros es difícil”.
La Casa del Samaritano deja un legado que va más allá de su infraestructura: representa historias de resiliencia, de solidaridad entre pares y de pequeños logros cotidianos que marcaron la vida de quienes allí vivieron. Frente a la despedida, sus usuarios llaman a la comunidad a mantener viva esta red de apoyo y a reconocer la importancia de proteger espacios que no sólo albergan personas, sino que sostienen sueños, cuidados y relaciones humanas profundas.
Un anuncio que cayó
como balde de agua fría
La noticia del cierre llegaría sin rodeos y sin alternativas. “Nos sentaron y nos dijeron: ‘La casa terminó’”, relata José Alfonso Cid, usuario desde hace más de cuatro años. “No nos dijeron ‘nos vamos a cambiar’ o ‘vamos a tener otra casa’. Nada. Ni una alternativa”.
Para este residente, la magnitud de la decisión es clara: “Para mí esta es mi casa, donde vivo. Y creo que para mis compañeros igual. No nos pueden mandar como maletas para allá y para acá. Somos dignos, ancianos. Ya trabajamos toda nuestra vida”.
Belfor Vargas Nahuelquín ha vivido 18 años en este hogar (bajo distintas administraciones) y participó en la construcción de una ampliación en la parte posterior, por lo que también lo siente como propio: “Estoy acá en mi casa. Yo ayudé a construir toda la parte de acá. No me quiero mover”.
Mientras tanto, José Díaz, con 9 años de residencia, coincide: “Con la pensión no alcanza para arrendar. Tengo que pagar la luz, el agua… ¿Qué hago? Más el arriendo. No hay ninguna pensión que alcance”.
Un hogar que es familia
Los pasillos de la Casa del Samaritano no son sólo espacio físico: son memoria, rutinas y afectos. “Aquí vivimos todos, nos conocemos bien y lo que hay se comparte. Esto es una familia”, resume Cid. La dinámica diaria está marcada por cuidados, comidas en común, estudio y apoyo mutuo.
Muchos residentes tienen historias de trabajo duro desde la infancia. José Díaz ejerció como camionero y comenzó a trabajar a los 12 años, mientras que Belfor trabajó en la agricultura, ganadería y construcción. Hoy enfrentan dolencias crónicas: diabetes, problemas renales, caderas dañadas. Sin embargo, encuentran alivio en el acompañamiento constante: “El Hogar se ha dedicado a llevarme al hospital, traerme y apoyarme. Este hogar es bueno”, remarca Cid.
La amenaza para
los más vulnerables
El cierre pone en riesgo especial a quienes requieren atención permanente. Cuatro residentes están postrados. “Una cosa es tener una casa y estar en silla de ruedas, y otra es pagar arriendo, que alguien te cuide. En una casa normal no sirve. Ellos tienen que estar acá”, advierte una cuidadora.
El costo de pañales y medicamentos es otro punto crítico. “Los pañales son carísimos y se usan todos los días. Eso sin contar las enfermedades”, señalan. La adaptación de viviendas externas para personas con movilidad reducida es prácticamente inexistente. “Por más que consigas un arriendo barato, si la silla de ruedas no pasa por la puerta, ahí empieza el problema”.
El problema económico:
pensiones que no alcanzan
En la región, los arriendos superan los $400 mil, un costo impensable para quienes reciben pensiones mínimas. “Si tuviéramos que pagar arriendo, no nos alcanza. Ninguno de los que vivimos acá puede. Y no es sólo el arriendo, es cocina, dormitorio, vajilla, servicios… todo”, enumera Cid.
El costo de vida en Magallanes agrava la situación: gas, luz y alimentos tienen precios más altos que en otras regiones. “Aquí el costo de la vida es elevado. Este hogar es benevolente: se ajusta a lo que uno puede pagar y además recibimos donaciones que se reparten”.
Una batalla por resistir
Pese al adverso panorama, residentes y cuidadores no se resignan. “La batalla es quedarnos hasta el último día. Esto no es sólo el cierre de un hogar, es el cierre de una familia”, sostiene una de las cuidadoras.
La esperanza está puesta en que la solidaridad local y la intervención de autoridades eviten el desarraigo. “Ojalá que un llamado movilice a la gente de Magallanes. Aquí se recibe cualquier ayuda con mucho amor”.
Mientras tanto, la vida continúa en el hogar, entre rutinas, conversaciones y la sombra de un calendario que corre demasiado rápido. Un mes de plazo para encontrar alternativas no parece suficiente para quienes, más que un lugar, defienden su derecho a conservar la vida que han construido.




