Alejandro Goic: un pastor que hizo del Evangelio compromiso y justicia
Ha fallecido monseñor Alejandro Goic Karmelic, obispo emérito de Rancagua y uno de los pastores más significativos de la Iglesia chilena en las últimas décadas. Pero, más allá de eso, ha partido uno de los nuestros.
Nacido en Punta Arenas, enraizado en la fe desde su juventud y ordenado sacerdote en su tierra natal en 1966, dedicó más de medio siglo a un ministerio donde la cercanía, la justicia y la defensa de los más vulnerables marcaron cada uno de sus pasos.
Su vida no se explica sólo en los cargos que desempeñó -obispo auxiliar en Concepción, obispo en Osorno y luego en Rancagua, presidente de la Conferencia Episcopal y cabeza de instancias claves para enfrentar los abusos dentro de la Iglesia-, sino, sobre todo, en su capacidad de ser un referente moral en momentos complejos de la vida nacional.
Fue voz profética en defensa de los derechos humanos durante años oscuros y, más adelante, levantó la bandera de la justicia social en tiempos en que hablar de “desigualdades escandalosas” parecía un gesto incómodo. Su concepto de “sueldo ético” -formulado en 2007 como un llamado a que ningún trabajador en Chile ganara menos de lo necesario para vivir con dignidad- se transformó en un aporte al debate público que trascendió el ámbito eclesial.
Goic nunca dejó de mirar a los últimos: los migrantes que llegaban al país, los privados de libertad, los trabajadores precarizados, los pobres que viven en los márgenes. En todos ellos reconoció el rostro de Cristo. Y lo hizo sin estridencias, desde una sencillez pastoral que lo acercó a la gente y lo convirtió en un obispo querido más allá de las fronteras de su diócesis.
Su historia también se entrelaza con la de Magallanes, donde fue párroco, vicario y testigo directo de momentos cruciales de la región, como el riesgo de conflicto con Argentina en 1978, cuando la diplomacia de la Iglesia ayudó a evitar una guerra fratricida. Desde allí inició un camino que lo llevaría a ser el primer obispo chileno ordenado por Juan Pablo II y, con el tiempo, un referente nacional.
Sin embargo, su conducción en Rancagua también estuvo marcada por un episodio doloroso: el denominado caso La Cofradía. Aunque finalmente la Fiscalía decidió no perseverar y la causa terminó sin formalizados, sin condenas y sin víctimas identificadas, lo cierto es que este proceso afectó la imagen de la diócesis y de la propia Iglesia. El mismo monseñor Goic reconoció que, si bien la supuesta red nunca existió como tal, la denuncia permitió sacar a la luz situaciones graves incompatibles con el ministerio sacerdotal. En una entrevista posterior, subrayó que lo importante fue el esclarecimiento, aunque lamentó que se hubiese generado una percepción pública de una red de pederastia que nunca se comprobó.
Hoy, al despedirlo, no sólo se recuerda al pastor cercano y comprometido, sino también al hombre que enfrentó con franqueza las luces y sombras de su tiempo, sin dejar de sostener su compromiso con la verdad y la justicia. En tiempos en que la fe, la ética pública y el compromiso social parecen fragmentarse, su figura se levanta como memoria y desafío: vivir el Evangelio sin miedo, con radicalidad y coherencia.
Alejandro Goic Karmelic nos deja un legado de humanidad, de valentía pastoral y de fidelidad a Jesús y a su pueblo. Su voz se apagó en la tierra, pero seguirá resonando en la conciencia de quienes creen que la fe se hace carne cuando se transforma en justicia. Cabe esperar que su lema episcopal sea abrazado por más sacerdotes, pero también por los laicos: “Cristo es mi vida”.




