El valor del Plan Nacional de Búsqueda
Una de las deudas más profundas de la democracia chilena ha sido, sin duda, el esclarecimiento del destino de las víctimas de desaparición forzada. Durante décadas, los esfuerzos fueron parciales, discontinuos y fragmentados. En tal sentido, cabe destacar el Plan Nacional de Búsqueda, impulsado por la Subsecretaría de Derechos Humanos, ya que, por primera vez, el Estado cuenta con un instrumento coordinado, con sustento legal y con un horizonte claro para avanzar en la identificación de circunstancias de muerte y desaparición de mil 469 personas reconocidas oficialmente.
La subsecretaria Daniela Quintanilla, en su reciente visita a Magallanes, explicó con claridad la magnitud de este desafío. No se trata únicamente de revisar archivos, sino de consolidar una labor de sistematización y digitalización inédita, que permita tanto entregar a los familiares carpetas completas con antecedentes como abrir nuevas líneas investigativas gracias al uso de tecnologías como georradares y plataformas de análisis de datos. Esa combinación de memoria, justicia y ciencia configura un salto cualitativo respecto de lo hecho en los últimos 50 años.
El caso de Magallanes, con la entrega de antecedentes sobre Francisco Bettancourt Bahamonde, refleja de manera simbólica el corazón del plan: devolver dignidad, reconocer trayectorias vitales y no solo biografías interrumpidas por la violencia dictatorial. La restitución de documentos a las familias tiene un valor reparador, porque vuelve a situar a las víctimas en el centro de la memoria colectiva.
Por supuesto, este proceso enfrenta límites. El marco temporal acotado al período 1973-1990 ha dejado fuera, por ejemplo, el caso de Ricardo Harex, lo que genera legítimas interrogantes en la comunidad regional. No obstante, la subsecretaria enfatizó que los aprendizajes, las tecnologías y la coordinación interinstitucional del plan pueden servir también para acompañar investigaciones fuera de esa nómina. Aquí radica uno de los mayores desafíos: que la política pública no se agote en lo formal, sino que irradie hacia otras causas que mantienen heridas abiertas.
La pregunta inevitable es qué ocurrirá con este plan en futuros gobiernos de distinta orientación política. La autoridad fue categórica al sostener que se trata de un mandato legal del Estado, no de una voluntad programática sujeta al vaivén de prioridades. “No podemos no buscar”, recalcó Quintanilla. Esa afirmación condensa la esencia de un compromiso que trasciende administraciones y que debería consolidarse como política de Estado permanente.
Quienes han esperado 52 años por respuestas saben que toda medida será insuficiente y tardía. Cabe esperar que la urgencia con la que se está trabajando abra un espacio de esperanza que no vuelva a defraudar. La continuidad, la transparencia y la incorporación de nuevas generaciones en esta tarea son claves para que Chile enfrente su pasado con la dignidad que las víctimas y sus familias merecen.




