Planeta barrio
Pavel Oyarzún Díaz
Escritor
Con el tiempo nos volvemos reaccionarios; quiero decir que pensamos y mascullamos, a menudo, aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, tal como escuchábamos decir a nuestros padres o abuelos cuando éramos cachorros. Pero lo cierto es que, de seguir esa cuerda generacional, podríamos llegar al Antiguo Egipto, a Mesopotamia, caminando.
Es una sentencia falsa, desde luego. Si acaso no en su totalidad, al menos es falsa en una buena parte. Es sesgada. Subjetiva. No todo pasado fue una fiesta, ni mucho menos. Bien lo sabemos los del neolítico sesentero y de los 70. Años de los cristales rotos y los cuchillos largos, en este país con vista al mar. Pero también sabemos que estamos hechos, a la vez, de un tiempo histórico y de un tiempo íntimo. Restringido. Personal.
En este ámbito, creo pertenecer a la última generación que vivió en un barrio propiamente tal, si entendemos este como un espacio de vida colectiva y una cultura afincada en la colaboración, en la interrelación social. Era la resultante de una sumatoria simple: comunidad + territorio. Desde ese punto de vista —y abstrayéndonos de la tecnología de la época— un barrio era lo más cercano o similar a una aldea de artesanos o de pequeños agricultores. Un poblado del neolítico inferior. Algo así.
Cuando recuerdo mis tiempos de cachorro de barrio, me parece haber vivido en otro planeta. Perdón por el exceso. Por esta nostalgia neandertal.
Lo paradojal, aquí, es constatar que el barrio —la cultura barrial, me refiero— sobrevivió a la ocupación militar posgolpe. A la vigilancia, los patrullajes, los infiltrados. Nos las arreglamos para continuar con esa especie de socialismo primitivo, aunque fuera bajo cuerda, en los pasajes, los eriazos, los boliches, las esquinas, las canchas de fútbol. Sin embargo, no logró sobrevivir al pack democracia + neoliberalismo de la transición. La deificación del mercado —el capitalismo en su deriva más ultra—, ahora con la venia cartuchona de una democracia guaranga, erosionó los cimientos culturales de la barriada. En ese aspecto, fue mucho más letal que las tropas de asalto. Trocó colaboración por competencia. Ambos, principios excluyentes donde los haya. Y desde entonces, competencia piñufla, sudaca y ciega. La batalla de los pichiciegos en los túneles, sin luz, del consumo. En las calles, en manzanas a la redonda, nadie debe conocer a nadie. Fin del barrio. De la comunidad. Planeta muerto.
En este punto, un poco más de nostalgia reaccionaria. Es lo único que nos queda de aquel planeta que alguna vez habitamos:
Éramos nómades. Cazadores-recolectores. Vivíamos y respirábamos el aire de la última glaciación, en la prehistoria del vecindario. No poseíamos inteligencia artificial —tampoco natural— y nos empeñábamos en gastar el tiempo del verano —es un ejemplo—, que nos parecía un tiempo enorme, galáctico, en callejear y rodar por el barrio, al modo quiltro.
He de insistir, entonces: el barrio era nuestro planeta, y la única manera de conocerlo, a fondo, era con los pies. Caminábamos como si nos pagaran por hacerlo. Conocíamos cada calle, pasaje, baldío, zanjón, como mapa del tesoro. La vida se nos antojaba siempre al aire libre, ya fuera a cielo abierto o bajo un toldo que anunciara viento del norte. Inventábamos el norte. Usábamos reloj de sol.
Conocíamos a cada habitante de nuestra calle, de la cuadra, y también de las calles de la frontera. Quiero decir que conocíamos sus casas, sus caras, sus máscaras, sus apodos, su progenie, oficios y ocupaciones. Podíamos hasta dibujarlos. Todo ese conocimiento, que nos venía directo del callejeo, era nuestra brújula, nuestra cartografía. Conocer el barrio era nuestro máximo y paleolítico orgullo: tenerlo mapeado hasta en el último de sus confines, tal como nuestros héroes conocían, de memoria, sus praderas, sus montañas o islas en las películas de la matiné.
Amábamos el baldío, la pampa, como a nuestros perros-lobos. Aquellos trozos de campo que aún perduraban dentro del perímetro eran nuestra parte predilecta del planeta. En el pastizal quedaba grabada la huella de nuestros pasos, después de circular por allí durante una era geológica completa, vocingleros o en silencio, según sea la luna, todavía salvajes, inmisericordes, tirándole a los pájaros en los linderos del parque, camino de las lecherías, buscando conejos. Buscando caballos. Hartándonos de calafate, de frutillas silvestres. Buscando un brazo de río, un pozón en donde zambullirnos, al estilo Tarzán. Al estilo Tom Sawyer.
Perdón por la nostalgia.




