Turismo antártico: entre la admiración y la amenaza
La Antártica ha dejado de ser un destino remoto reservado a científicos o expedicionarios. Hoy es uno de los lugares más apetecidos del planeta: más de 124 mil turistas extranjeros visitaron sus aguas y costas en la temporada 2023-2024, una cifra histórica que confirma el creciente magnetismo del continente blanco. Sin embargo, este récord también revela la paradoja de un territorio que se promociona como “virgen” al mismo tiempo que sufre, cada año, una mayor presión humana.
La fascinación que ejerce la Antártica ha sido convertida en una poderosa industria. La Asociación Internacional de Operadores Turísticos Antárticos (IAATO), que reúne a más de un centenar de empresas de países como EE.UU., Chile y Reino Unido, ha intentado mantener un estándar de seguridad y sostenibilidad en estas travesías. Por mandato de la Organización Marítima Internacional, se limitó la capacidad de pasajeros por embarcación y se prohibió el uso de combustibles pesados, cuyo derrame sería devastador. Aun así, la huella ambiental del turismo crece a un ritmo preocupante.
En esta edición, publicamos una columna de opinión del académico Miguel Ávila, donde advierte: la nieve antártica se está oscureciendo. El polvo negro y el hollín -residuos microscópicos de combustión diésel- están reduciendo la capacidad del hielo para reflejar la luz solar. Este fenómeno, aparentemente imperceptible, acelera el derretimiento y agrava el calentamiento global. A ello se suman contaminantes como el mercurio (Hg) y los químicos PFAS, detectados incluso en huevos de pingüino, testimonio de que ni el último confín del planeta escapa a la contaminación humana. Según estudios publicados en Nature, cada turista que pisa la Antártica puede contribuir al derretimiento de hasta 83 toneladas de nieve. La cifra estremece.
Chile tiene aquí una responsabilidad directa. No sólo porque el 90% de la actividad turística se desarrolla en la Península Antártica, dentro del Territorio Chileno Antártico, sino porque nuestras bases, refugios y operaciones logísticas conviven con esta creciente marea de visitantes. Punta Arenas, puerta de entrada al continente, vive de ese flujo: cruceros, vuelos, guías, hoteles. Pero lo que representa una oportunidad económica y de proyección internacional también se está convirtiendo en un dilema ético y ambiental.
La pregunta es ineludible: ¿cómo seguir promoviendo el turismo antártico sin agravar el deterioro del ecosistema que precisamente se busca admirar? La IAATO ha hecho esfuerzos valiosos, pero insuficientes ante el volumen creciente de viajes y la multiplicación de embarcaciones menores, muchas sin capacidad real de respuesta ante emergencias. La misma fascinación que impulsa esta industria podría precipitar su colapso si no se establecen límites ecológicos estrictos, tanto en el número de visitantes como en el tipo de actividades permitidas.
La Antártica nos está enviando señales claras. Sus hielos ennegrecidos, su fauna contaminada y sus temperaturas en ascenso no son simples alertas científicas. Son, en definitiva, advertencias sobre el futuro de la humanidad. Si no somos capaces de preservar el último gran santuario natural del planeta, ninguna política climática global podrá ser creíble. Promover la investigación científica y el turismo educativo de bajo impacto es una vía posible; pero seguir sumando cifras récord de visitantes, sin revisar sus efectos reales, sería actuar con irresponsabilidad histórica.




