Llorando sobre la ciudad
Hoy iremos a votar. Vamos a cumplir con nuestro deber ciudadano de elegir las autoridades que serán responsables de la conducción del país. Esta tarde se descorrerá el velo y se sabrá si hay segunda vuelta —lo cual, dicen, es lo más probable— y quiénes serán los candidatos que se enfrentarán en la votación decisiva.
Como ya se ha hablado más que suficiente sobre todo eso, quisiera invitarlos a que levantemos la mirada más allá de toda la chimuchina política y acojamos, desde un pasaje del Evangelio, algunas luces para nuestra responsabilidad de ciudadanos en la búsqueda del bien común. Entre paréntesis, “chimuchina” se define como “un conjunto de cosas sin orden ni concierto, como un desorden o un lío”.
El Evangelio narra que, en la última visita de Jesús a Jerusalén, al ir bajando desde el Monte de los Olivos y ver la ciudad, el Señor Jesús comenzó a llorar por la ciudad que amaba y dijo: “¡Si conocieras hoy lo que te trae la paz, pero está oculto a tu mirada!”. Luego señaló que todo eso sería destruido y no quedaría “piedra sobre piedra”, lo cual sucedió unos años después, en el año 70, cuando las legiones romanas sitiaron la ciudad, la saquearon y la destruyeron. Sólo quedó un muro del templo, conocido desde entonces como el “Muro de los Lamentos”, donde hasta hoy los judíos se duelen por la destrucción de la ciudad.
El Señor Jesús amaba la ciudad y se conmovió hasta las lágrimas pensando en su pueblo. Mientras otros admiraban sus muros y construcciones —particularmente el templo, que consideraban el signo de la presencia de Dios en medio de ellos, y a cuya sombra se sentían orgullosos y seguros—, el Señor Jesús contemplaba la vida de la gente y la vocación de la ciudad; se dolía por los que allí habitaban, sus ciudadanos, los gobernantes, los jefes religiosos y, sobre todo, los pobres y sencillos que siempre padecían en la ciudad.
Jesús llora por la ciudad porque esta se ha hecho incapaz de reconocer “lo que hoy te trae la paz”. Se trata de un llanto que es más que una muestra de tristeza; es una manifestación de la comprensión del Señor Jesús sobre la vocación de la ciudad, sobre la paz que es fruto de la justicia en la convivencia entre los habitantes y sobre las consecuencias de la ceguera espiritual.
La vocación de la ciudad está inserta en su mismo nombre. Jerusalén significa “ciudad de paz” y, como signo de toda ciudad humana, estaba llamada a ser un espacio del encuentro y convivencia entre las personas y con Dios; pero la ceguera espiritual de sus ciudadanos, y especialmente de sus líderes políticos y religiosos, la había transformado en una ciudad de opresión —como desde hacía tiempo denunciaban los profetas, porque allí “venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias”—, un lugar de comercio y corrupción, hasta llegar a ser “una cueva de ladrones”. La ciudad del encuentro y de la comunión había olvidado su vocación de comunión y era una “guarida de chacales”, como denunciaban los profetas.
Cuando la ceguera espiritual se apodera de una comunidad humana y se pierden los valores espirituales y éticos, todo se reduce a comprar y vender, a la ávida búsqueda del poder, al deseo de bienestar individual, a la indiferencia ante el sufrimiento de los demás, a vivir en el autoengaño de que si la economía va bien estamos a salvo y, todo eso, avalado por una religiosidad alienante que no tiene en cuenta la justicia que Dios quiere ni el clamor de los pobres. En ese autoengaño ya no se mira la vocación colectiva de la ciudad como signo de encuentro y comunión.
Las palabras del Señor Jesús acerca del fin de Jerusalén no nacen de la ira, del desprecio o resentimiento. El llanto del Señor Jesús sobre Jerusalén es el llanto del profeta que sufre (los poderosos no lloran ni se duelen por la ciudad y sus habitantes). Las lágrimas de Jesús manifiestan su solidaridad con el sufrimiento del pueblo y son, también, un cuestionamiento a la ceguera espiritual de quienes no reconocen el don de Dios ni la vocación de la ciudad como lugar de encuentro y comunión; por eso dice: “¡Si conocieras hoy lo que te trae la paz, pero está oculto a tu mirada!”.
El llanto de Jesús sobre Jerusalén nos hace presente que lo nuevo sólo puede brotar desde sentir dolor ante la pérdida de la vocación de comunión de la ciudad; desde el llanto por el sufrimiento de los habitantes de la ciudad; desde la solidaridad compasiva con los pequeños y sencillos, poniéndose en el lugar de ellos para enjugar todas las lágrimas.




