Una escuela que recupera el foco
La aprobación en la Cámara de Diputadas y Diputados de la ley que prohibirá el uso de celulares en los colegios a partir del próximo año marca un giro necesario en el debate educativo chileno. No se trata de demonizar la tecnología, sino de reconocer que su presencia indiscriminada dentro de las aulas ha afectado el corazón mismo del proceso formativo: la capacidad de los estudiantes de concentrarse, convivir y aprender.
Durante años, docentes y especialistas han advertido que el teléfono móvil se ha convertido en el principal distractor escolar. En una época donde las notificaciones compiten segundo a segundo por la atención, estudiar se vuelve un acto fragmentado. La Unesco ha señalado que basta una sola interrupción para que un alumno tarde hasta 20 minutos en recuperar el nivel de concentración previo. En cursos de 45 o 60 minutos, esa pérdida no es menor, pues es el aprendizaje el que queda en suspenso.
Pero la distracción no es el único motivo que justifica la medida. El uso excesivo del celular afecta también el bienestar emocional y las habilidades sociales. En vez de conversar, jugar o simplemente observar el entorno, muchos niños y adolescentes pasan recreos enteros mirando una pantalla. Ese aislamiento empobrece la convivencia y limita la capacidad de construir vínculos reales con sus pares. A ello se suma el impacto en la calidad del sueño y la salud mental, problemas que se han vuelto crecientes en las comunidades educativas.
También está el riesgo del ciberacoso, cada vez más presente y no siempre fácil de detectar. Al restringir el uso de celulares durante la jornada, se reduce la posibilidad de grabar, compartir o difundir contenido que dañe a compañeros, y se recupera la interacción presencial como base de la convivencia. Del mismo modo, la medida refuerza la integridad del proceso académico, pues, con el teléfono en el bolsillo, la tentación de copiar en pruebas o buscar respuestas rápidas es constante.
La ley, sin embargo, no es una prohibición ciega. Contempla excepciones para emergencias, necesidades de salud, actividades pedagógicas autorizadas y casos fundados solicitados por apoderados. Esto demuestra que la intención no es aislar a los estudiantes de la tecnología, sino regular su uso dentro de un espacio donde el aprendizaje y la convivencia deben ser prioridad.
Por supuesto, la medida por sí sola no resolverá todos los problemas. Su éxito dependerá de la implementación en cada establecimiento, del diálogo con las familias y de la capacidad de las comunidades educativas para acompañar a los estudiantes en un uso más consciente y responsable de sus dispositivos. También será clave que las escuelas ofrezcan alternativas reales de interacción, recreación y apoyo emocional.
Pero la señal es clara y necesaria. En un mundo saturado de pantallas, la escuela debe ser uno de los últimos lugares donde la atención profunda, la conversación y el encuentro humano sigan siendo posibles. La nueva ley apunta justamente a recuperar ese espacio. Por eso, más que una restricción, debiera entenderse como una oportunidad: la de volver a poner el foco en lo esencial.




