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“Ni una menos: Cuando los datos también son derechos”

Por La Prensa Austral Sábado 20 de Diciembre del 2025

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Dra. Andrea Yupanqui-Concha,
Profesora Asociada, Universidad de Magallanes
Investigadora, Núcleo Milenio Estudios en Discapacidad y Ciudadanía Disca

 

 

 

Durante décadas, la experiencia de las mujeres con discapacidad ha sido sistemáticamente omitida de las estadísticas, de las políticas públicas y del debate público a nivel internacional. Por ello, la violencia contra ellas es un problema social que no se ha podido dimensionar, a pesar de los esfuerzos de académicas y activistas por contar sus historias.

Diversas investigaciones han constatado que muchas mujeres con discapacidad viven múltiples formas de violencia en el espacio doméstico, en instituciones de salud, en la educación, en el trabajo, en los servicios de apoyo, en el acceso a la justicia, entre otros ámbitos. En mis propias investigaciones he observado que una de las formas más extendidas de violencia es el control cotidiano sobre sus cuerpos y decisiones. Esto incluye a familiares y profesionales que deciden por ellas sobre tratamientos, anticoncepción o maternidad, así como a funcionarios que condicionan apoyos básicos a su obediencia. Estas prácticas, escasamente reconocidas como violencia en los registros oficiales, dañan profundamente su autonomía, su salud mental y su capacidad de denunciar. Esta mayor exposición a la violencia no se debe a una supuesta fragilidad individual, sino a la combinación de desigualdades de género, discriminación estructural y barreras del entorno.

La información con la que contamos es compleja, pero lamentablemente insuficiente para describir el panorama del país. Los instrumentos oficiales de medición de las violencias rara vez incluyen preguntas sobre discapacidad y, cuando lo hacen, suele ser de manera tan limitada que termina invisibilizando la magnitud del problema. Así, por ejemplo, a las víctimas de violencia se les pregunta únicamente si tienen dificultades para ver, incluso usando lentes. Quienes responden “sí” pueden ser tanto personas sin ningún grado de visión como personas que ven con dificultad, pero que aún pueden desplazarse autónomamente por la ciudad. Esta formulación no permite diferenciar experiencias ni necesidades, y por tanto distorsiona la realidad que se busca medir. La consecuencia es evidente: si las mujeres con discapacidad no aparecen de forma clara en los datos, tampoco figuran entre las prioridades de los Estados. Y cuando los Estados no miden adecuadamente esta realidad, contribuyen a reproducirla.

Expertos en todo el planeta estamos buscando solucionar esta situación. En noviembre de este año, se realizó una reunión internacional convocada por la Organización Mundial de la Salud, con el objetivo de avanzar en la medición de la violencia contra las mujeres con discapacidad. Allí discutimos cómo incluir preguntas específicas, cómo garantizar accesibilidad en las mediciones y cómo recopilar información sobre formas de violencia que suelen normalizarse, como la negación de apoyos, prácticas forzadas sobre el propio cuerpo, entre múltiples otras. El mensaje fue unánime: sin datos desagregados no es posible diseñar políticas efectivas ni de exigir rendición de cuentas a los gobiernos.

En el contexto nacional actual, estamos iniciando un nuevo ciclo político que genera expectativas y también temores. En este escenario, hablar de medición de la violencia contra las mujeres con discapacidad es también hablar de un proyecto de sociedad, y una invitación a pensar seriamente qué tipo de sociedad queremos construir, más allá de las legítimas diferencias ideológicas. 

La pregunta de fondo es qué vidas serán consideradas en las decisiones que se tomen. Ninguna forma de violencia es tolerable, y ninguna mujer, tenga o no discapacidad, puede quedar fuera de la protección pública. Exigir datos sobre violencia contra las mujeres con discapacidad es exigir que esas vidas cuenten, que dejen de ser un caso especial y se reconozcan como parte del “nosotras” político.

Por ello, asegurar mediciones rigurosas y permanentes sobre violencia hacia las mujeres con discapacidad debiera ser un punto de encuentro transversal. Medir mejor no es una bandera de un sector, sino una condición mínima para diseñar políticas eficaces, evaluar su impacto y corregir rumbos cuando sea necesario. 

Como ciudadanía, medios de comunicación, instituciones académicas y de investigación, tenemos la responsabilidad ética de situar este tema en el centro del debate. Defender el derecho de todas las mujeres a vivir libres de violencia, y exigir datos que vuelvan ese derecho exigible, puede convertirse en uno de los consensos más importantes de nuestra vida democrática. 

El compromiso con la igualdad de género, la discapacidad y los derechos humanos no es un lujo identitario, sino un requisito democrático mínimo. La defensa de la diversidad humana comienza por algo que parece simple, pero es profundamente político: decidir a quién contamos y a quién excluimos de nuestras estadísticas, de nuestra realidad social y de nuestro futuro común.

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