Los duelos inconclusos
Todos los años, en esta fecha, los cementerios estaban llenos de personas que visitaban las tumbas de familiares y amigos difuntos. ¡Cuántos recuerdos agradecidos, cuánto respeto y cariño hacia los que partieron, también cuánta pena por su ausencia y, sobre todo, cuánta esperanza en la plenitud de vida de la resurrección presente en la oración y en las flores sobre sus tumbas! Pero este año no ha sido así, no podemos ir a los cementerios a visitar las tumbas donde descansan los restos mortales de nuestros seres queridos.
El encuentro de la familia, la oración y las manifestaciones llenas de cariño agradecido y traspasadas por la pena de la ausencia son parte del proceso del duelo. El duelo que todos vivimos ante la muerte de quienes hemos amado, y que es el dolor por la pérdida que sentimos. El duelo es el tiempo en que vamos digiriendo esa partida y el vacío que la ausencia que nos ha dejado; así, vamos reubicando emocionalmente en nuestra vida a la persona fallecida y vamos reformulando nuestra propia vida sin esa persona. De esta manera, vamos asumiendo la pérdida y rehaciendo nuestra vida, de una manera nueva o distinta.
Pero este año, con la tragedia del coronavirus, son muchos los duelos que han quedado inconclusos. Muchas personas fallecidas por el coronavirus, o por otras causas durante la pandemia, no han podido ser despedidas por sus familias y amigos, según los modos que hemos elaborado en nuestra cultura.
De muchas personas he escuchado frases como estas: “fuimos al hospital porque no se sentía bien y no lo vimos más, hasta que nos entregaron un ataúd sellado”, “ha muerto sola”, “no hemos podido verlo”, “no he podido despedirme de ella”. En los funerales que, como sacerdote, me ha tocado acompañar en el cementerio se percibe el dolor de una despedida que ha sido incompleta y un duelo que queda inconcluso.
Por eso, es importante que todos podamos acompañarnos en esos duelos inconclusos, hacerlo con la presencia y compañía, con disponibilidad para escuchar, porque las palabras se quedan cortas ante el dolor, la ausencia, la soledad; también la oración esperanzada de la fe en el Señor Jesús resucitado y la cercanía de la comunidad cristiana van permitiendo vivir el proceso del duelo. En estos tiempos en que la cercanía física se hace difícil, el teléfono, las video llamadas, los encuentros familiares y los encuentros de oración por zoom, facilitan la cercanía que no es posible físicamente.
Todo esto nos permite acercarnos en estas circunstancias que nos impone el coronavirus al momento misterioso de la muerte, el cual se escapa a nuestros cálculos. Es el momento cuando más sumergidos estamos en el Misterio -así, con mayúscula-; es decir, estamos en las manos de Dios. El acontecimiento misterioso de la muerte, como decía el poeta hindú Rabindranath Tagore, “no es la extinción de la luz, sino dejar de lado la lámpara porque llega la aurora”. En la muerte -la nuestra, que viviremos, y la de otros que hemos amado y ya han partido- no estamos ante la nada, ni el abandono, ni el silencio total, estamos ante el encuentro definitivo con nuestro origen, estamos ante Dios.
Esta es la esperanza que anima la fe de los cristianos en la despedida de nuestros seres queridos y en el proceso del duelo y su acompañamiento; que nuestra vida no camina hacia ninguna parte o, simplemente, hacia una tumba que nos espera en el cementerio, sino que nuestra vida camina hacia Dios, origen y plenitud de la vida. Hace quince siglos, san Agustín, lo formulaba diciendo: “nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Por eso, estos días en que celebramos la festividad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Difuntos, son para acrecentar el corazón agradecido por el don de la vida como el mayor regalo que hemos recibido, y el don que ha sido la vida de los que hemos amado y ya han partido. Sin duda, cada familia encontrará el modo de recordar a sus difuntos queridos en estos días: una foto de ellos junto a una vela encendida y la Palabra del Señor Jesús, acompañando un almuerzo familiar lleno de recuerdos y gratitudes a ellos y al Señor que nos regaló la vida y la vida de los que han partido.
Hacemos todo esto porque necesitamos seguir amando a los que han partido y necesitamos hacer nuestro proceso de duelo, o acompañar el duelo de otros, porque -como dice una oración de la tradición cristiana- “la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, Tú nos regalas una morada eterna junto a Ti”.