Necrológicas

Cuento matemático

Por Jorge Abasolo Lunes 11 de Enero del 2021

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Cierto día, un cociente se enamoró de una incógnita. El cociente era producto de una familia de abolengo…de importantísimos polinomios. Por su parte, era ella una simple incógnita de mezquina ecuación literal. ¡Oh, que fatídica desigualdad!

Pero como es muy sabido, el amor es un elemento transgresor, una fuerza invisible que no tiene límites…y cruza todas las barreras, incluyendo las matemáticas.

Embelesado, el cociente la contempló desde el vértice hasta la base, desde todos los ángulos, incluyendo los agudos y los obtusos. Era realmente bella, una figura impar que se evidenciaba por una mirada romboidal, boca trapezoidal y senos esféricos en un cuerpo cilíndrico de líneas sinusoidales.

– ¿Quién eres? -preguntó el cociente con una mirada radical.

La aludida respondió:

– Soy la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos, pero puedes llamarme hipotenusa -contestó ella con la expresión algebraica propia de quien ama.

El comenzó una vida paralela a la de ella, hasta que se encontraron en el infinito. Y entonces, se amaron hasta el cuadrado de la velocidad de la luz, dejando al sabor del momento y de la pasión, rectas y curvas en los jardines de la cuarta dimensión.

El la amaba y ella le correspondía. Se adoraban bajo las mismas razones y proporciones de un intervalo de la vida.

Luego de tres cuadrantes, resolvieron casarse. Trazaron planes para el futuro de modo directo -sin irse por la tangente- y ese mundo por venir lo enfocaron desde ángulos muy diferentes. Todos les desearon una felicidad integral. Los padrinos fueron un tal vector y una bisectriz.

Todo marchaba sobre ejes y el matrimonio era un perfecto conjunto. El amor crecía en proporción geométrica. Cuando ella estaba en sus coordenadas positivas, concibió un par de hijos. En homenaje al padrino, al varoncito lo bautizaron Vector. La niña, una preciosa abscisa, nació con un mal congénito, por lo que tuvo que someterse a las cuatro operaciones básicas. Tres fueron agudas y una…muy grave.

La pareja vivía feliz hasta que un día, ella comenzó a perder su geometría anatómica. Entonces, todo se volvió una constante.

Entonces, apareció el otro. Sí, el otro. El maldito máximo común divisor, un frecuentador de círculos viciosos. Lo mínimo que el máximo ofreció fue de una magnitud absoluta. Ella se sintió impropia, pero amaba siempre al máximo.

Al enterarse de esta regla de tres, el cociente la llamó de fracción ordinaria. Humillada y sintiéndose un factor común, resolvió aplicar la solución trivial: un punto de discontinuidad.

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