Necrológicas

– Higinio López Sillard

– Cremilda del Carmen Márquez Vargas

– María Nahuelquín Barría

Nuestra muerte y nuestra esperanza

Por Marcos Buvinic Domingo 6 de Noviembre del 2022

Compartir esta noticia
371
Visitas

El domingo pasado, con ocasión del día en que hacemos un recuerdo, lleno de cariño y gratitud, de nuestros seres queridos difuntos, escribí una columna sobre la muerte como nuestra hermana que nos abre las puertas de la eternidad. Esa es la esperanza de los cristianos fundada en la resurrección del Señor Jesús.

Con ocasión de ese comentario pude escuchar a varias personas que me pedían que retomara el tema de la muerte, su misterio y nuestra esperanza. Con gusto intentaré hacerlo en la brevedad de esta columna. Puede ocurrir que más de algún lector piense que entre tantos serios problemas que resolver en el “más acá”, en la sociedad y en nuestra vida personal, es muy alienante hablar del “más allá” (un “opio del pueblo”, como decía el viejo Marx); pero me parece que el modo en que miramos nuestra muerte y la esperanza que tenemos -o no tenemos- en un “más allá”, es decisiva para el modo en que vivimos el “más acá” y todas sus complejidades. 

Lo primero que tengo que decir es que sobre la muerte y el más allá los seres humanos no tenemos experiencia. Tal cual. No tenemos experiencia directa de la muerte, porque si la tuviésemos -obviamente- estaríamos muertos. Nuestra experiencia acerca de la muerte es a través de la muerte de otros: hemos visto morir a otras personas o hemos acompañado a otros en ese momento decisivo de la vida, y sabemos que esa muerte nos alcanzará a todos. 

Entonces, ¿qué nos espera después de la muerte? No lo sabemos. Mejor dicho, cada uno tiene su propia idea acerca de sí mismo y su futuro; pero pareciera que para muchos sus dudas son mayores que sus certezas. Para unos, somos una simple materia destinada a desaparecer. Para otros, somos una partícula de un cosmos divinizado que consideran es lo eterno. Otros creen que somos una etapa de un alma que continuará reencarnándose de otro modo, y hay quienes creemos que somos los hijos amados por un Dios Padre que, por la resurrección del Señor Jesús, nos hace participar de su misma vida.

Acerca del “después” de la muerte, en la historia de la humanidad se han dado -en síntesis- cuatro respuestas: la negación completa de un después, la reencarnación, la inmortalidad y la resurrección. En algunos momentos de la historia y dependiendo del entorno sociocultural, ha predominado una creencia u otra. Es importante, darse cuenta que son creencias, pues no es algo de lo que tengamos experiencia directa.

Entonces, ¿quiénes somos? Lo primero es que somos cuerpo que se desgasta con la edad y muere; así, es evidente que no podemos contar con él si esperamos vida después de la muerte. También somos mente y pensamiento, pero el cerebro, que es la sede del pensamiento, también muere. Entonces, ¿qué nos queda?  Aquí la razón humana se queda sin respuestas, y tampoco puede producirlas a partir de lo que no tiene experiencia. Para la razón, lo que acontece en la muerte es un misterio.

Pero donde falla la razón surge la esperanza de que la muerte no sea el fracaso definitivo de la vida y un sinsentido total. Es la esperanza que tiene su fundamento en la experiencia de la fe, en la experiencia de sentirse amado por el Padre Dios en el Señor Jesús, quien ha pasado de la muerte a la vida y la ofrece como don gratuito a todos. Esa experiencia de amor acontece en esta vida, y si eres un hijo amado desde la eternidad ese amor no puede acabar y nos abre a otra realidad: estamos ante el amor de Dios como lo que realmente somos. ¿Cómo es eso? No lo sabemos, pero le creemos al Señor Jesús resucitado y la vida que ya nos ha dado por su Espíritu. Como lo dice el apóstol Pablo: “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni la inteligencia humana puede concebir lo que Dios tiene preparado para sus hijos”.

La experiencia de la fe en el Señor Jesús resucitado es el fundamento de toda la esperanza de los cristianos en que -como dice el mismo Señor Jesús- “el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven”. Al Padre Dios no se le van muriendo sus hijos y tampoco vive en la eternidad rodeado de muertos. 

La consecuencia de esto es que es imposible que una vida en el amor de Dios consista en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo y, por tanto, creer en la vida futura es empeñarse en vivir en este mundo según el amor de Dios, buscando que la vida sea buena para todos, según el amor de Dios. Nuestra esperanza está cimentada en la experiencia del amor, como lo expresó el apóstol Pablo: “ni muerte ni vida…, ni criatura alguna, nada, podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.