Necrológicas

La millonaria que fue secuestrada, se hizo guerrillera y robó un banco junto a sus captores

Lunes 6 de Febrero del 2023

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  • Descendiente de un magnate de los medios, el calvario de Patty Hearst revolucionó el mundo. El 4 de febrero de 1974 fue capturada. ¿Qué sucedió durante su cautiverio? ¿Por qué cambió? Su caso fue una de las primeras manifestaciones del Síndrome de Estocolmo.

En noviembre de 2000 Bill Clinton transitaba los últimos meses de su segundo mandato como Presidente de los Estados Unidos y, de manera inadvertida para la mayoría de sus compatriotas, iniciaba también lo que terminaría siendo el último escándalo de los muchos que protagonizó durante sus administraciones, el de otorgar indultos a troche y moche antes de irse.

La escalada, que empezó liviana ese noviembre, llegó a su punto más alto el 20 de enero 2001, el último día de su gestión, cuando pocas horas antes de abandonar la Casa Blanca para dejársela al republicano George W. Bush firmó 140 indultos presidenciales de un tirón, un tercio de ellos sin que los beneficiados hubieran cumplido siquiera con el requerimiento de solicitarlo al Departamento de Justicia. En la lista había delincuentes económicos y delincuentes comunes, personajes notorios y otros desconocidos e, incluso, algún pariente del propio Presidente.

Pero ese noviembre de hace veinte años -cuando el escándalo todavía no se veía venir- Clinton firmó un indulto solitario, que sólo llamó la atención porque casi rescató del olvido el nombre de una mujer cuyas peripecias habían sido notica en los medios de todo el mundo durante largos meses.

Se llamaba Patricia Campbell Hearst, se la conocía como Patty Hearst y era nieta del magnate de medios norteamericano William Randolph Hearst, el mismo que había inspirado a Orson Welles para filmar la película que muchos críticos consideran la mejor de la historia del cine: “Citizen Kane”, conocida en español como “El Ciudadano”.

Patricia había sido noticia en 1974 y 1975, cuando arañaba los veinte años, primero como víctima de un secuestro perpetrado por una organización guerrillera hasta entonces desconocida, después como cómplice de sus secuestradores en acciones que incluyeron asaltos a mano armada y, finalmente, como rea en un juicio que tuvo una cobertura mediática que hizo historia.

El secuestro de
la millonaria

Hasta principios de 1974, Patricia Hearst había llevado la vida de futura heredera de una familia millonaria que todavía no debía ocuparse de su fortuna. Para eso estaban sus padres, que a su vez habían heredado todo de William Randolph Hearst, el abuelo muerto en 1951 que Patty no había llegado a conocer.

Había dejado Nueva York, donde pasado sus primeros años, y estaba en California como estudiante de la Universidad de Berkeley. Vivía con su novio, Steven Weed, y su preocupación más inmediata era por entonces cómo festejaría los veinte años que cumpliría el 20 de febrero.

No llegó a cumplirlos como pensaba. Poco después de las nueve de la noche del 4 de febrero una pareja armada irrumpió en el dormitorio de su departamento del campus de la Universidad.

Un ruido seco, como un portazo, alertó a los novios. Pasos rápidos por el pasillo. Ahora la que se abría de golpe era la puerta de su dormitorio universitario en Berkerley. Gritos, armas en el aire, golpes.

Todo era confusión. Su novio tirado al pie de la cama inmovilizado por dos hombres. El resto de los atacantes, dentro de los cuales había una mujer, se encargaron de ella. Sin dejarla tocar el piso la llevaron hasta un Chevrolet robado. La encerraron en un baúl. Luego, un corto periplo. Alguien le venda los ojos y le ata las manos. Ella lo consideró innecesario. No se le hubiera ocurrido resistirse. Más empujones, algunos golpes e insultos. Después la tiraron dentro de un ropero.

Se había desatado el apocalipsis para ella. En los estudios le iba bien y estaba enamorada de su novio. No conocía lo que eran los problemas económicos. Hasta que de pronto, ese 4 de febrero de 1974, todo cambió.

A la mañana siguiente la noticia ocupó la tapa de los diarios. Patricia Campbell Hearst, nieta de William Randolph Hearst, magnate de los medios e influyente personaje norteamericano durante medio siglo, había sido secuestrada.

En un primer momento, la policía pensó que se trataba de un secuestro extorsivo y montó el operativo con todos los protocolos del caso para esperar el pedido de rescate de los delincuentes.

La hipótesis se cayó a pedazos pocas horas después del secuestro, cuando se conoció el primer comunicado de un hasta entonces desconocido Ejército Simbionés de Liberación, un grupo guerrillero urbano cuyo objetivo manifiesto era acabar con “la dictadura corporativa” norteamericana encabezada por el Presidente Richard Nixon.

El caso concitó la atención pública de inmediato. Ella con su juventud, con la cara inocente que se veía en las fotos que circulaban, pasó a ser Patty Hearst.

El comunicado del grupo secuestrador, intricado y farragoso, sólo dejaba en claro que ellos tenían en su poder a la joven heredera: “Somos una entidad armónica surgida de entidades y organismos capaces de vivir en profunda y amorosa armonía, así como en compañerismo, en interés de la entidad”.

El comunicado explicaba también que habían secuestrado a Patty porque formaba parte de “una familia de la clase dirigente superfascista” que gobernaba desde las sombras a los Estados Unidos.

Esa era la declaración de principios. Pero luego de hablar de una “Corte que juzgó a Patty”, llegaban las condiciones para liberar a la joven. Por un lado le exigían a las autoridades que dejaran sin efecto la condena y prisión de dos de los miembros de la organización que estaban detenidos en la cárcel de San Quintín. El FBI tuvo que averiguar quiénes, dónde estaban y por qué se los había detenido. Se los tenía por delincuentes comunes.

La respuesta fue la previsible: “Los Estados Unidos no negocian con terroristas”.

Al padre de Patty, por su parte, le pedían que destinara 70 dólares por cada persona necesitada de California para que se comprara comida. El inconveniente era que esa cifra multiplicada por los indigentes de la región daba una cifra cercana a los 400 millones de dólares.

El padre de Patty decidió gastar 2 millones de dólares en alimentos. Pero al SLA (según las siglas de la agrupación en inglés) no le bastó. Exigían que en esos bolsones de comida hubiera pavo y otros productos de calidad. La distribución de los alimentos fue presentada dentro de un programa llamado “Personas Necesitadas”. Pero la entrega fue caótica, se produjeron incidentes y algunos camiones fueron saqueados. Esa fue la excusa que utilizaron los secuestradores para cortar la relación con la familia.

Las autoridades estatales ni siquiera respondieron a la exigencia de la liberación de los dos detenidos.

El FBI estaba desconcertado, ni sabía de la existencia de ese Ejército Simbionés de Liberación y mucho menos quiénes eran sus líderes ni cuántos miembros tenía. La intervención de los teléfonos tampoco servía para nada: los secuestradores se comunicaban con la familia Hearst a través de grabaciones de audio que enviaban a los medios con la exigencia de que las reprodujeran para evitar que mataran a Patty.

La nueva
guerrillera Tania

El caso, desde un principio, llamó la atención de la opinión pública. Mucho más cuando, dos meses después del secuestro, fue difundido un cassette grabado por Patty. Allí ella afirmaba que se había pasado a las filas del SLA, que desde ese momento formaba parte del grupo y que iba a pelear. Por último, pedía que a partir de ese momento la llamaran Tania, el nuevo nombre que utilizaría en homenaje a la argentina Tamara Bunke, que había combatido con el Che Guevara. El comunicado, previsiblemente, terminaba con la frase Patria o muerte. Venceremos.

Este movimiento generó un revuelo previsible que se incrementó cuando a las redacciones de los diarios llegó una foto de Patty, enfundada en ropas de combate, las piernas levemente flexionadas y abiertas, la mirada en el horizonte, el gesto impasible y sus manos, detalle fundamental, empuñando una ametralladora. De fondo una bandera con el símbolo del SLA, una cobra de 7 cabezas.

Lo que todavía no se sabía era que esa agrupación de guerrilla urbana, tal como se autodenominaban, que pretendía replicar las experiencias revolucionarias latinoamericanas, no era una red extendida, ni tenía miles de miembros como pretendía hacer creer. Sus integrantes apenas llegaban a la docena.

Si ya a esta altura la situación de Patty Hearst era un tema omnipresente, el siguiente paso de la historia, multiplicó exponencialmente la atención.

El 15 de abril de 1974 hubo un robo en el Hibernia Bank en San Francisco. Los ladrones se llevaron 20 mil dólares y 2 de los clientes del banco resultaron heridos por disparos de arma de fuego. Las grabaciones de las cámaras de seguridad mostraron que una de las integrantes de la banda era Patty, blandiendo un arma y manteniéndose vigilante.

En ese momento cambió el tono del tratamiento de su caso. Las condenas mediáticas se multiplicaron. El Fiscal General de California informó con tono solemne que Patty Hearst a partir de ese momento era considerada una delincuente. Su status de secuestrada era cosa del pasado. Ahora era perseguida por la justicia.

De estudiante universitaria a la lista de los más buscados en menos de dos meses.

La guerrillera que
todos creían ver

Una ola de sugestión se apoderó de Estados Unidos. Patty era vista en supermercados, paseando en zoológicos o descansando en lugares tan disímiles como Miami, Hawai o la frontera con Canadá. Se producían allanamientos, detenciones inútiles y miles de denuncias falsas.

El 16 de mayo del 74 otras vez hubo noticias de Patty Hearst. Una pareja, los Harris, miembros del SLA, cometieron un robo en una casa de deportes. El dueño los vio y, armado, los persiguió hasta la calle, cuando los enfrentó el guerrillero quiso sacar su arma de la cintura pero se le resbaló y cayó lejos de él.

Patty que era la conductora designada, la que debía manejar el auto una vez consumado el robo, dejó su lugar y atacó al propietario robado. Disparó repetidamente contra la puerta y los ventanales del local. El hombre se tiró debajo de un auto para protegerse. Cuando la balacera se apagó, y se animó a levantarse, otra vez Patty disparó contra él.

Hearst y los Smith escaparon a pie. A las pocas cuadras pararon dos autos, les apuntaron con sus armas a los conductores, los hicieron bajar y se fugaron en esos vehículos. Pero cuando se acercaron a la guarida del SLA, a la casa que funcionaba como sede central y en la que vivían sin llamar la atención, se dieron cuenta de que algo andaba mal. Varias cuadras antes percibieron gran presencia policial.

Los tres decidieron dejar uno de los autos y en el otro se dirigieron a otra casa para refugiarse. De lo que sucedió después se enteraron al mismo tiempo que el resto de los Estados Unidos. Los canales de televisión pasaron en vivo el ataque policial a la casa. Durante horas el intercambio de disparos fue persistente. Luego, la casa empezó a arder. Los seis miembros del SLA que estaban allí murieron.

Al principio no se sabía con precisión quiénes eran los muertos. Durante algunos días se especuló con la posibilidad de que Patty hubiera estado entre las víctimas.

Sin embargo, no era así. Patty y el matrimonio Smith permanecieron prófugos casi un año y medio más. En ese lapso cometieron otros robos porque no tenían más que 50 dólares entre los tres. En uno de ellos, otra vez uno a mano armada en un banco, Smith asesinó a un cliente de un disparo. Patty, otra vez, esperaba afuera, en el auto, la llegada de sus secuaces para liderar la fuga.

Otro cassette circuló: Patty le declaraba amor eterno a uno de los fallecidos en aquella casa. “El más gentil y hermoso hombre que alguna vez conocí. Nunca ni Cujo (así lo llamaba) ni yo habíamos amado de una manera tan verdadera e intensa como esa. Nuestro amor también fue un compromiso de lucha de nuestro pueblo”.

Patty, detenida

El 15 de septiembre de 1975 la policía detuvo, por fin, a Patty Hearst. La encontraron muy delgada, algo confusa, con dificultades en el habla. Uno de los policías que la arrestó dijo que parecía una zombie.

La fascinación que provocaba su historia se extendía ahora a los detalles desconocidos de su vida en la clandestinidad. La revista Rolling Stone, por ejemplo, llevó la historia a su portada dos números consecutivos. Ambos se agotaron en tiempo récord.

Luego llegó el momento del juicio. Y el gran debate. ¿Debía ser juzgada como una delincuente común? ¿Existía algún atenuante? ¿Qué había sucedido luego del secuestro? ¿Cómo se había producido su transformación?

El juicio empezó el 20 de marzo de 1976 y Patty tuvo la mejor defensa que los millones de su familia podían pagar, pero no alcanzó para salvarla. En las primeras audiencias, los abogados esgrimieron que había sido víctima de un “lavado de cerebro” y cuando vieron que esa estrategia no funcionaba, sacaron a relucir un nuevo argumento, casi desconocido para la época: el Síndrome de Estocolmo.

Patty contó que estuvo maniatada y encerrada en un armario durante 57 días. Que había sido violada por dos de los hombres integrantes del SLA. Que sólo salía de su encierro para comer, pero en esas circunstancias era vendada para que no reconociera a sus captores. En esos dos meses, contó, progresivamente la fueron adoctrinando y lavándole el cerebro, hasta que la necesidad, las circunstancias del cautiverio, las vejaciones y el adoctrinamiento provocaron su cambio.

Sus abogados pretendieron introducir la figura del “lavado de cerebro”. Pero no existía jurisprudencia al respecto. Y el Síndrome de Estocolmo todavía no estaba descripto, o al menos no tenía la difusión internacional como para que fuera considerado.

En agosto de 1973, durante un robo a un banco de Estocolmo, un delincuente mantuvo a cuatro personas cautivas durante seis días. Una de las jóvenes rehenes lo defendió ante la policía. La reacción llamó la atención de los especialistas. Tiempo después el psiquiatra Nils Bejerot describió lo que hoy se conoce como Síndrome de Estocolmo.

En la actualidad, la situación de Patty hubiera sido diferente. Su evidente lugar de víctima hubiera sido respetado por los medios y ante los estrados judiciales. En ese momento se la consideró una delincuente común, como si su transformación hubiera sido voluntaria, cómo si no la hubieran privado de su libertad, o hubiera sido abusada y actuado bajo presión.

Los forenses y psiquiatras que la estudiaron encontraron que se había convertido en una mujer a la que le costaba hilvanar frases, con un pensamiento confuso, con episodios de amnesia severos respecto a su vida anterior, con un decrecimiento evidente de sus aptitudes intelectuales. No quedaban ni vestigios de la brillante alumna universitaria que había sido.

Nada de esto alcanzó. La foto posando como guerrillera, las imágenes de video de las cámaras de seguridad del banco con la ametralladora colgada, la imagen de pistolera que se había forjado en esos meses la habían condenado.

Una condena severa

El argumento psiquiátrico novedoso para esa época no pudo evitar que Patricia Campbell Hearst recibiera la sentencia más dura por el robo al Banco Hibernia: 35 años de prisión.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo entre rejas. El Presidente Jimmy Carter -que había reemplazado en la Casa Blanca a Richard Nixon- la redujo a sólo 22 meses.

Patricia Hearst salió en libertad el 1 de febrero de 1979.

Recién en 2001, Bill Clinton la indultó. 

Ella se enamoró de uno de los guardaespaldas -Bernard Lee Shaw, fallecido en 2013- que le puso su padre apenas salió de la prisión. Tuvieron dos hijos.

Patty Hearst Quiso lavar su nombre y su imagen a través de obras benéficas y con la creación de una fundación de ayuda a niños con Sida. 

Dedicó el resto de su vida a trabajar en instituciones benéficas, publicó algunos libros de memorias contando esos años salvajes y su recuperación y se convirtió en una especie de actriz fetiche del director cinematográfico John Waters: actuó en varias de sus películas.

En la actualidad con sus 68 años trata de pasar desapercibida, trata de que se olviden esos días en que todo el mundo hablaba de ella.

Su fortuna se calcula en 50 millones de dólares.

Infobae