El terremoto del 60 la llevó a reiniciar su vida en Magallanes donde formó generaciones en el jardín del Colegio de Profesores
Su esposo Arnoldo Díaz Miranda fue un destacado relojero y en su honor bautizó su negocio que mantiene por más de 25 años en Chiloé entre Fagnano y Errázuriz.
Cristian Saralegui R.
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Sus 90 años (los cumplió el pasado 22 de julio) no se les notan para nada. Alicia Magdalena Vásquez Muñoz hace un alto en la atención de su local, la Cordonería Díaz, para hacer un repaso de una vida, que tuvo un giro radical cuando era una joven profesora normalista en Chiloé. El terremoto de 1960 no solamente destruyó su casa, sino que la llevó a trasladarse con su familia a Punta Arenas, donde se quedó definitivamente. “El terremoto y maremoto los viví en Ancud, estábamos a seis cuadras del mar, y no alcanzó a llegar a mi casa, pero la relojería de mi marido se partió al igual que la casa, así que pensó que lo mejor era venirse para acá. Mi marido, Arnoldo Díaz Miranda era de Castro, relojero y joyero”.
Ya llevaban siete años de matrimonio, pues se casaron en 1953 y tuvieron cuatro hijos. Mirta, Mario, Francisco y Sonia. En ese tiempo, Alicia Vásquez ya ejercía como profesora, profesión que inicio en escuelas rurales. “Teníamos que atravesar en bote desde Castro y de ahí caminar como cuatro horas por caminos muy malos o a caballo, que había que arrendar”, grafica Vásquez, que se formó en la Escuela Normal de Ancud.
La decisión de trasladarse a Punta Arenas fue porque su suegro Francisco Díaz Bahamonde, también joyero, había sufrido dos incendios en su casa de Castro y llegó a Magallanes, “que era una tierra fértil. Llegó a trabajar a Natales y en tres meses ganó tanta plata que se pudo construir una casa en Castro. Entonces Arnoldo, desde chico, escuchó eso, que acá había plata. Por eso, después del terremoto decidió venirse, porque la gente que iba a comprar relojes y joyas sí tenía que hacer de nuevo sus vidas”, apuntó.
Los horribles recuerdos
Esas imágenes terribles regresan a su mente, puesto que estaba por cumplir 28 años cuando sucedió el cataclismo. “Vivía en una con doble piso, había pocos autos y los niños atravesaban las calles para jugar con sus amigos. Fue después de almuerzo y con mi hijo más chico, Mario, me quedé, no le di permiso para salir. Subí al segundo piso a arreglar el dormitorio, y de repente empieza una cosa espantosa, un solo crujido, casi me caigo pero alcancé a tomar a mi niño. Alcanzo a ver por la ventana y era una nube de polvo que iba subiendo, que a ratos veía y a ratos no, porque la casa subía y bajaba. Las casas de cemento se iban derrumbando. Como no podía bajar la escalera, porque fue tan largo el terremoto, que me tuve que quedar ahí con mi niño, con la angustia de no saber dónde estaban los otros, que andaban en la calle. Me agarré de la baranda y con la otra mano, con el niño, pude llegar al primer piso y llegar a la puerta de calle. Ellos no podían caminar, porque la tierra ondulaba. Todos embarrados, golpeados y estuvimos ahí hasta que llegó mi esposo, que llegó con un caballo chiquitito. Recuerdo que les causábamos pena a la gente, porque teníamos cuatro hijos pequeños. En eso llegó un vecino amigo, que era de Vialidad y decía ‘vamos a los altos, porque el mar ya viene’, así fueron avisando en todas las casas ‘salgan todos, porque el mar se recogió y se viene’. En el cerro vimos todo, espantoso, primero se recogió el mar que se llevó las casas que parecían cascaritas de nuez, y que iban con gente. Casi toda la bahía quedó mostrando su arena, negra. La segunda vez vino una ola con toda la arena revuelta, y la tercera, más plana, como un barranco que iba avanzando, como una catarata. Mi marido volvió después que todo pasó, para buscar un pedazo de colchón y poder dormir. Dormimos seis personas en un pequeño colchón. Murieron muchas personas y muchos que desaparecieron, no se supo más. Mucha gente conocida. Fue tanto, que cuando volvimos a nuestra casa, después de dos meses seguía pasando gente a caballo llevando su ataúd, porque iban a buscar por todas las bahías.
Nueva vida
Primero viajó Arnoldo Díaz a Punta Arenas, en barco y a su regreso, Alicia Vásquez cuenta entre risas que “cuando abrió la maleta, fue como la historia de Buendía, de ‘Cien años de soledad’, porque era para quedar maravillado: felpas, que en Chiloé no se conocía, los cortinajes, los brillantes”.
Una vez instalada la familia, Alicia Vásquez comenzó a trabajar en la Escuela 1, “donde está el correo, era una escuela de hombres. Después me enviaron a la 14, donde me encontré con varias chilotas de la Escuela Normal. Yo ya tenía unos 17 años de trayectoria y cuando estaba por cumplir 30, nos obligaron a jubilar, entre el 73-74”, calcula la docente, que previo al Golpe de Estado había participado como dirigente del Colegio de Profesores. Tuvo la suerte que con su familia vivió en una casa interior. “La relojería estaba al lado del río, donde ahora hay una venta de celulares. Estábamos en una casa en calle Ecuatoriana en ese tiempo, pero esa vez fueron a allanar la casa que estaba al frente”.
Su amiga Nora Hernández fue nombrada jefa de educación, y al ver que cinco profesoras fueron obligadas a jubilar dijo ‘las que están educando a sus hijos todavía en la universidad no pueden quedar fuera’. Así que nos contrató. En ese tiempo, la directiva del Colegio de Profesores me buscaron, porque las chicas que tenían el jardín al lado eran cabras, sin formación administrativa. Me preguntaron si podía ir a dirigir, al tener el título de primera clase y así estuve 12 años en el jardín Gabriela Mistral”.
Por eso encuentra terrible que aquel espacio se encuentre, desde hace años, abandonado, sin que exista ningún proyecto o gestión que lo reviva. “Me retiré del jardín porque había hecho una gestión muy buena; mucho orden, hicimos una sala de juegos para los niños, arreglamos un patio, y funcionaba todo bien. Pero después todo cambió y se perdió”.
Tras el fallecimiento de su esposo, en 1996, se retira del Colegio de Profesores y por ende, del jardín. Cerca de ahí, bajando por Fagnano y doblando por Chiloé hacia el sur, había una librería del obispado, que posteriormente se trasladó, dejando el espacio desocupado, donde Vásquez se instaló, primero, con la Joyería Díaz, que había pertenecido a su esposo, que la mantenía en Bories, para continuar con el negocio. Pero al cabo de un año, la venta de oro bajó y, aprovechando que una cuñada vendía lana, ingresó a ese rubro, que también era de su gusto porque “de chica tejía, me gustaba, en la clase con la niña Carabantes éramos las únicas que tejíamos y le enseñábamos a las alumnas”.
Cuenta que el negocio le gusta y le permite mantenerse activa, además que siempre hay clientela. Está siempre presente, mientras disfruta viendo a sus hijos, nueve nietos y cuatro bisnietos, “uno chiquitito, de tres años, pero que tiene más vocabulario que yo. Increíble las palabras que conoce. Eso es lo malo de la educación que existe hoy, porque sea como sea, terminan pasándole un celular que lo aísla y eso es lo que hay que modificar, porque el ser humano no es solidario con nadie, individual”, reflexionó finalmente Alicia Vásquez Muñoz.