Una horrenda agonía y terror: a 70 años de la muerte de Stalin, el brutal dictador que Putin admira
Luego de una noche de discusiones políticas y vodka, lo derrumbó un derrame cerebral el 1 de marzo de 1953. Agonizó durante cinco días hasta el final. Tanto miedo le tenían que nadie se animó a tocarlo. Por la feroz lucha de poder que desató en la URSS, sus camaradas lo dejaron morir. Dejó millones de muertos, un régimen de terror y una criminal obsesión con Ucrania. Hoy, Vladimir Putin lo quiere imitar.
Pese a que su salud estaba resquebrajada: había tenido fallos de memoria, lo maltrataban la artritis y la arterioesclerosis, se mostraba paranoico y colérico. Nunca había sido un alma buena, y sus males ahora lo tornaban peor: “La maldita vejez hace mella en mí”, admitió. En marzo de 1953 tenía setenta y cinco años
Murió de estalinismo. Y por una hemorragia arterial del sector central-izquierdo del cerebro, según los médicos. Agonizó casi dos días en los que nadie se atrevió a intervenir, o acaso lo dejaron morir, o el terror que él mismo había implantado paralizó a quienes podían ayudarlo.
Stalin, que significa “hecho de acero”, no se llamaba así. Ni había nacido el día en el que la historia oficial lo hizo nacer, el 21 de diciembre de 1879. En verdad, había nacido el 6 de diciembre de 1878 como Iósif David Vissarionovich Dzugashvili
En la mañana del domingo 1 de marzo de 1953, Iósif Stalin despertó tarde, o tardó en despertar, que no es lo mismo. Estaba solo en el gran dormitorio privado de su dacha de la antigua ciudad Kuntsevo, un suburbio a diecisiete kilómetros de Moscú que era su refugio personal. La noche anterior había habido fiesta. O una tremenda disputa política. O una fiesta que incluyó una feroz disputa política. Todo depende de quién cuente la historia.
A las once de la noche del sábado 28 de febrero, Stalin invitó a cenar y reunió en el comedor de su residencia a los “Cuatro Grandes” de su régimen: Nikita Khruschev, Primer Secretario del PC de Moscú, a Laurenti Beria, el verdugo del estalinismo, jefe de la temible NKVD, la policía secreta del régimen encargada de las ejecuciones, torturas y desapariciones de los opositores, a Georgi Malenkov, Secretario del Comité Central del PC de la Unión Soviética y a Nikolai Bulganín, ministro de Defensa.
Si en verdad hubo una discusión política a la hora de irse todos a casa parecía aplacada. Lo que sí hubo fue un río de vodka que corrió en cantidades generosas, Stalin era un bebedor infernal. Cerca de las cuatro de la mañana del domingo 1, los invitados se marcharon. Según dijeron luego, el dictador estaba bastante “borracho y muy animado”: hasta dio unos golpecitos en el hombro a Khruschev y lo llamó por su diminutivo, “Nichik”, imitando el acento ucraniano. Khruschev había nacido cincuenta y ocho años antes en Kalinovska, en la frontera con Ucrania, y allí lo había enviado Stalin para supervisar de algún modo la gran hambruna que desató sobre aquella región entre 1932 y 1934. Stalin quedó solo. Las puertas de su dormitorio se sellaron y el sueño del zar quedó velado por su guardia de confianza.
Al medio día, no había despertado. Los guardias, que podían llegar al dormitorio privado por un largo pasillo de veinte metros, se extrañaron porque el jefe no había pedido el desayuno. Pero tampoco se animaron a despertarlo. Prefirieron seguir inquietos y silenciosos. Cerca de las seis de la tarde, se encendieron las luces del comedor más chico de la residencia. Los guardias respiraron aliviados. Todo estaba bien y Stalin los llamaría de inmediato. Pero el jefe no lo hizo, no llamó a nadie. Y pasaron más de cuatro horas sin alguien supiese algo de él, pese a que su salud estaba resquebrajada: había tenido fallos de memoria, lo maltrataban la artritis y la arterioesclerosis, se mostraba paranoico y colérico. Nunca había sido un alma buena, y sus males ahora lo tornaban peor: “La maldita vejez hace mella en mí”, admitió. En marzo de 1953 tenía setenta y cinco años.
Dos personas debieron entrar en el dormitorio para ver qué pasaba con Stalin: el coronel Matvey Starostin y el comandante auxiliar Piotr Lozgachev. No lo hicieron. Starostin intentó convencer a Lozgachev, que le dijo: “Eres el de mayor grado. Entra tú”. Y Starostin: “Tengo miedo”. Y Lozgachev: “¿Y qué piensas que soy yo? ¿Un héroe?”.
Terror paralizante
El terror estalinista había paralizado a quienes podían ayudarlo en su agonía. Porque Stalin agonizaba.
En el Kremlin, Khruschev esperaba el llamado de Stalin para marchar a una nueva cena con el líder. Pero ese llamado nunca llegó. Lo que sí llegó a la residencia privada del jefe soviético, a las diez de la noche, fue el correo del Comité Central con una aterradora noticia. ¿Qué había pasado en la dacha de Stalin? Con una buena excusa para entrar al sector privado de la casa sin despertar la ira de su dueño, Lozgachev lo había recorrido habitación por habitación, mientras hacía ruido con lo que podía: “Nos cuidábamos mucho de tomarlo por sorpresa: no le gustaba. En cambio, si hacías ruido, podía oírte llegar”, recordó después.
Cuando el comandante llegó al comedor pequeño de la casa se topó con una escena terrible: Stalin estaba caído sobre la alfombra, vestido con un pantalón pijama y una camiseta; estaba apoyado sobre una mano, en una rara posición, consciente, pero inmóvil. Cuando oyó los pasos ruidosos de Lozgachev intentó llamar su atención “levantando débilmente la mano”. El guardia corrió a su lado: “¿Qué le pasa, camarada Stalin?”. Como respuesta le llegó un extraño sonido, mitad silbido, mitad gruñido. Stalin se había orinado encima.
Lozgachev y el coronel Starostin alzaron aquel cuerpo paralizado y lo acostaron sobre un sofá: estaba helado. Lo cubrieron con una manta y empezaron a llamar a los jerarcas soviéticos: no a un médico, sino a la jerarquía del Kremlin. Tampoco podían llamar al médico personal de Stalin porque, a esas horas, el pobre estaba en las mazmorras de Beria: lo molían a golpes por haber sugerido que el líder necesitaba reposo y descanso.
Starostin se comunicó entonces con Semión Ignatiev, al mando de la seguridad personal del dictador, quien tampoco quiso decidir nada, le sugirió al coronel que llamara a Malenkov. Cuando Malenkov supo qué había pasado, empezó la verdadera agonía de Stalin y una feroz lucha por el poder en el Kremlin.
Stalin, que significa “hecho de acero”, no se llamaba así. Ni había nacido el día en el que la historia oficial lo hizo nacer, el 21 de diciembre de 1879. En verdad, había nacido el 6 de diciembre de 1878 como Iósif David Vissarionovich Dzugashvili. Era hijo de un zapatero remendón, borracho y violento, que daba tremendas palizas a su mujer y a su hijo. Stalin tenía el brazo izquierdo más corto que el derecho, producto bien de un accidente de infancia, o de una de las palizas del padre; la lesión le provocaba intensos dolores reumáticos cuando adulto. Era petiso y fornido, medía un metro sesenta y dos, llevaba una poderosa melena negra, corta, que tiñeron las canas recién en el final de su vida. Era un poco hipocondríaco, padecía de amigdalitis crónica y de psoriasis.
Borrar la historia
Cuando se convirtió en un activo miembro del comunismo ruso contra los zares, intentó huir de aquel pasado tenebroso y de los miserables años de su infancia y juventud, en los que pagó con la cárcel su oposición al zarismo. Inventó para sí un nuevo nombre, un nuevo nacimiento, un nuevo cumpleaños, una nueva educación y un nuevo pasado. Un relato. Ya como dictador de la URSS aplicó el mismo método para borrar de la historia a sus antiguos camaradas, o para mandarlos a los gulags de los que no se volvía jamás; liquidó a opositores y rivales, y hasta los eliminó de las fotografías oficiales, cuando no existían los adelantos técnicos de hoy.
Lenin había advertido a los suyos, cuando se sintió cercado por la muerte: “Cuídense de Stalin”. Pero fue Stalin quien lo sucedió en el liderazgo de la Revolución Rusa y quien encaró a finales de 1920 la transformación de la URSS: a la muerte de Lenin, en 1924, cambió la “Nueva Política Económica” leninista por una economía planificada, muy centralizada, basada en planes quinquenales que perseguían industrializar a una nación agraria, vasta como un continente.
La colectivización de la economía rural, resistida por los campesinos, lo decidió a desatar la terrible hambruna contra Ucrania, el granero de la Rusia zarista, de la URSS y de la Rusia de hoy, que mató a entre cinco y siete millones de personas entre 1932 y 1934. Quienes no murieron de hambre, murieron en Siberia, condenados a trabajos forzados.
Stalin, como hoy y desde hace un año lo hace su heredero, Vladimir Putin, estaba obsesionado con Ucrania: no toleraba sus deseos independentistas y, tal como Putin hoy, estaba dispuesto a sacrificar a toda una nación para luego “rusificarla”.
Justificando el exterminio
Diez años después de aquella tragedia, Stalin le dijo a Winston Churchill que los años de la hambruna en Ucrania habían sido la época más difícil de su vida. “Fue una lucha terrible”, le dijo, en la que se había visto obligado a acabar con “diez millones de personas. Fue terrible. Duró cuatro años. Fue absolutamente necesario. Era inútil discutir con ellos”.
También le explicó a Churchill, que tuvo especial empeño en citarlo en sus “Memorias de la Segunda Guerra Mundial”, que muchos de aquellos muertos lo habían sido “por mano de los propios campesinos. Tal era el odio que se sentía por ellos”. Nada era verdad: lo que hacían los campesinos ucranianos era atacar y luchar contra los comunistas que enviaba Moscú para forzarlos a entregar sus cosechas. Desde hace un año Putin repite aquel relato. Dice que los ucranianos son rusos y que, quienes defienden la identidad y la cultura de ese pueblo son en realidad nazis a los que hay que eliminar.
La violencia de Stalin se extendió a toda la URSS en los años 30, a través del Terror Rojo o de la Gran Purga, que eliminó a millones de personas incluidos héroes militares de la Primera Guerra Mundial, todos acusados de complotar contra el gobierno soviético y su revolución. El largo brazo mortal de Stalin llegó a México, adonde se había refugiado León Trotsky, rival eterno del dictador: murió asesinado por un militante español, comunista convencido, Ramón Mercader, que le clavó una piqueta de andinismo en la cabeza. Otras veinte millones de personas, militares y civiles, murieron durante la Segunda Guerra Mundial.
Violencia personal
La violencia rigió también su vida personal. Se casó con Ekaterina Svanidze, “Kato”, con quien tuvo un hijo, Yakov Dzugashvili, a quien Stalin trató siempre con cierta distancia, sino con desprecio. “Kato” murió al año de nacer el bebé, que fue criado por familiares. La muerte de su mujer afectó mucho a Stalin: “Esa criatura ablandó mi corazón de piedra. Ahora ha muerto y con ella han muerto mis últimos sentimientos amorosos hacia la gente. Me siento vacío aquí dentro”, dijo con una mano en el pecho.
Durante la Segunda Guerra, Yakov Dzugashvili, teniente del Ejército Rojo, fue capturado por los alemanes en la batalla de Smolenko. Sin saber quién era, lo enviaron al campo de prisioneros de Sachsenhausen. Cuando descubrieron que era el hijo de Stalin, los nazis lanzaron una campaña de propaganda y trataron de canjearlo por el mariscal von Paulus, en manos soviéticas desde la derrota alemana en Stalingrado en enero de 1943. Stalin dijo entonces que no existía relación equivalente entre un teniente y un mariscal, se negó al canje y dejó que su hijo muriera en manos nazis.
Se volvió a casar con Nadezhda “Nadia” Aliluyeva, con quien tuvo otros dos hijos, Vasili Dzugashvili, que murió alcohólico en 1962, y Svetlana Stalin, la preferida del dictador, que terminaría por huir de la URSS y pedir asilo en Estados Unidos, donde denunció a su padre como a un monstruo. Usó el apellido de su padre y luego, el de su madre. Después lo cambió todo para llamarse Lana Peters, el apellido de su primer marido. Murió en 2011.
Nadezhda Aliluyeva, la segunda mujer de Stalin, era una mujer de precaria salud, con una seria enfermedad mental, tal vez una depresión maníaca hereditaria, o un trastorno de personalidad que su hija Svetlana llamó esquizofrenia, y una dolencia en el cráneo que le provocaba terribles dolores de cabeza. El 9 de noviembre de 1932 se pegó un tiro en el pecho con una pistola que le había regalado su hermano Pavel. La leyenda adjudicó a Stalin, que le era infiel, gran responsabilidad en la decisión de su mujer y hasta la autoría del disparo. Pero Nadia murió en soledad y dejó a Stalin sorprendido y abatido. Tal vez devastado. O acaso el suicidio de su mujer lo hirió, lo humilló y dejó en él el ruinoso sentimiento del abandono. Como fuere, Lazar Kaganovich, miembro del Politburó de la URSS, afirmó: “A partir de 1932 Stalin cambió”.
Poder de vida y muerte
El símbolo de la vida y la muerte estaba en manos de Stalin en un grueso lápiz escolar de dos puntas, una azul y la otra roja, con la que firmaba sus decisiones. El rojo era la muerte. Las sentencias que condenaron a miles de opositores y a miles de seguidores, eran firmadas con ese garabato colorado tan temido. En los años del Terror Rojo, al dictador le llevaban listas negras con nombres que Stalin conocía muy bien. En un año y medio de terror, cinco de los quince miembros del Politburó habían sido detenidos, lo mismo que noventa y ocho de los ciento treinta y nueve integrantes del Comité del PC y Central y que mil ciento ocho de los mil novecientos sesenta y seis delegados del XVII Congreso del Partido Comunista. Sólo el 12 de noviembre de 1938, durante una noche de jolgorio y borrachera, Stalin firmó tres mil ciento sesenta y siete ejecuciones: todas se cumplieron. Esas listas negras habilitaron la ejecución de otras treinta y nueve mil personas.
Ahora, aquel emperador que había asesinado al menos a veinte millones de personas y deportado a otros veintiocho millones, estaba tendido en un sofá, tapado con una manta, embebido en el olor rancio de sus propios orines, y esperaba la llegada salvadora de un médico que le evitara la muerte. Tardaron en llegar porque tardaron en llamarlos. Y esa demora fue criminal. Y en ella están involucrados al menos Khruschev, Beria y Malenkov. El gran biógrafo de Stalin y de su época, el británico Simon Sebag Montefiore, apunta a Beria, que luego de la muerte de Stalin habría dicho: “Yo lo maté y los salvé a todos ustedes”. Afirma Montefiore: “Investigaciones recientes indican que tal vez (Beria) echara en el vino de Stalin un fármaco anticoagulante a base de sodio cristalino, que, al cabo de varios días, fuera el detonante del ataque de apoplejía”.
Sin embargo a Stalin se lo veía bien. El 7 de febrero, el joven embajador argentino en Moscú del segundo gobierno de Juan Perón, el sanjuanino Leopoldo Bravo, que sería luego gobernador de su provincia, había sido recibido por Stalin a quien encontró “saludable, descansado y ágil en la conversación”. Stalin decía admirar a Perón, en especial por su aversión hacia Estados Unidos, y se mostró interesado en Eva Perón, que había muerto en Buenos Aires siete meses antes. “Dígame -le preguntó a Bravo– su ascensión al poder, ¿se debió a su personalidad o al hecho de estar casada con el coronel Perón?”. Así lo contó Bravo a Montefiore. Fue el penúltimo extraño en ver a Stalin vivo.
Terror a flor de piel
Si la demora en llamar a los médicos fue fatal, la parálisis que afectó a los allegados directos al dictador moribundo fue decisiva. Es probable que nada ni nadie hubiesen podido salvarlo, pero los médicos apenas atinaron a poner las manos sobre el paciente: era un equipo nuevo, que nunca había atendido a Stalin, encabezado por el profesor Pavel Lukomski. “Temblaban igual que nosotros”, diría luego el comandante Lozgachev. El terror estalinista se había apoderado hasta de las mentes brillantes de los especialistas: nadie quería tocar al dictador por temor a ser culpado de su muerte, un temor que también atenazaba a los jerarcas soviéticos y hasta a los guardias más fieles.
El dentista que le quitó la dentadura postiza a Stalin la dejó caer al suelo, le temblaban las manos. No fueron capaces de quitarle la camiseta y Lozgachev usó tijeras para rasgarla. Costó mucho trabajo tomar el pulso del enfermo porque todos sentían un temor reverencial a tocarlo. El pulso de Stalin era de 78, los latidos de su corazón, débiles, la presión era de 19 de máxima y 11 de mínima. Su costado derecho estaba paralizado, pierna y brazo derechos se movían con pequeños espasmos. Tenía la frente fría. Los médicos anticiparon que la muerte era inevitable.
Alrededor de la cama del moribundo se reunió la elite de la jerarquía soviética. Además de Khruschev y Kaganovich, miembros del Politburó, rodeaban a Stalin el mariscal Klim Voroshilov, comisario de Defensa, Viascheslav Molotov, primer ministro de Asuntos Exteriores, Anastas Mikoyan, entonces ministro de Comercio. Y, por supuesto, el verdugo Beria, de la temida NKVD, precursora de la KGB.
Todos miraban agonizar a Stalin, pensaban en sucederlo y trazaban en menta una estrategia para enfrentar la feroz lucha por el poder que ya había comenzado. A Molotov le pareció que “Beria estaba al mando”. Stalin había abierto los ojos cuando había llegado Kaganovich junto a su lecho y había recorrido su mirada sobre los expectantes lugartenientes. Después, volvió a cerrarlos. A diferencia del activo Beria, Molotov y Kaganovich parecían apenados por la escena: lloraban. Voroshilov, entonces, se dirigió al moribundo con mucho respeto: “Camarada Stalin -dijo-, somos nosotros, tus fieles amigos y camaradas. Estamos aquí, ¿Cómo te sientes, querido amigo?”. La cara de Stalin estaba deformada: intentaba reaccionar pero nunca llegó a recobrar la conciencia.
En medio de esa tensión, Beria armó un show lamentable. Cuando el dictador cerró los ojos para ya no abrirlos más Beria lo imaginó muerto. Entonces lo insultó, le hizo saber cuánto le odiaba y hasta lo escupió. Pero Stalin movió apenas sus párpados, tal vez un movimiento reflejo, o acaso algo más. Beria entonces se lanzó a besar sus manos, arrodillado a la vera del lecho y envuelto en llanto. A últimas horas de ese lunes 4, Stalin empeoró, la respiración se hizo más difícil y trabajosa.
El martes 5, al mediodía, vomitó sangre, según los médicos por fuertes hemorragias gástricas, una información que se omitió en el parte final para disipar dudas sobre un eventual, y acaso probable, envenenamiento. A las 15.35 su estado era desesperante. Mientras tanto, el Kremlin, el Presidium, el Consejo de Ministros y el Soviet Supremo intentaban formar un nuevo gobierno. A las nueve y media de la noche el moribundo empezó a sudar, su respiración pesada lenta, el pulso había casi desaparecido. Los médicos decidieron inyectarle una mezcla de alcanfor y adrenalina para estimular el corazón. Su respiración se hizo más esforzada hasta que empezó a ahogarse en sus propios fluidos. Su hija Svetlana diría luego revelaría luego: “Tenía el rostro descolorido. Literalmente se asfixió mientras nosotros mirábamos. Fue una agonía terrible. En el último momento, abrió los ojos. Fue una mirada espantosa, de locura, de rabia, y estaba llena de miedo a la muerte”.
Murió poco después, hace setenta años. Un médico corpulento se abalanzó para practicarle respiración artificial y para masajearle el pecho con energía, hasta que un grito lo hizo desistir: “Deténgase, por favor. ¿No se da cuenta de que está muerto? ¿Qué pretende? ¡No conseguirá resucitarlo! ¡Ya está muerto!”. Era la voz de Nikita Khruschev y era la primera orden en todas esas horas terribles que no era dada ni por Beria ni por Malenkov.
Khruschev se convertiría, tras algunas intrigas, en el Primer Ministro de la URSS hasta 1964. Beria, el temido verdugo del Terror Rojo, fue enjuiciado y ejecutado ocho meses después de la muerte de Stalin. Ni siquiera enfrentó a un pelotón de fusilamiento: un general le pegó un tiro en la frente cuando suplicaba misericordia de rodillas.
Había terminado una época en la URSS. Casi cuatro décadas después, la URSS estaba liquidada, la bandera roja de la hoz y el martillo fue reemplazada en 1991 por la bandera de la Federación Rusa. El mundo pensó que la Guerra Fría, que ni fue guerra, ni fue fría, había terminado también, junto con el comunismo. Un error de apreciación. El alma de Stalin, su pesada herencia de sangre mantuvo vivo en la estepa rusa el huevo de otra serpiente. Vladimir Putin lo incubó y lo hizo estallar.
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