Nuestra Madre Grande: UN CANTO PARA SALVAR EL ALMA
No son el agrado y la felicidad los motivos principales de la mayoría de las creaciones artísticas, sino la disconformidad, la tristeza, las pérdidas y los agravios de cualquier naturaleza. La poesía se ha nutrido por siglos del desamor y la injusticia. ¿Cómo salvar el alma del infortunio si no es oponiendo mensajes que aun siendo desgarradores ofrecen belleza en el decir y esperanza en el sentimiento?
La cantata Nuestra madre grande esconde la historia de tres jóvenes que soñaban con realidades y utopías en el sur del mundo, para ellos, para su país y para el continente, hasta que un violento cambio de gobierno silenció sus voces y sus guitarras. Manuel Rodríguez, Marco Barticevic y Fernando Lanfranco cruzaron aquella vez las aguas del estrecho de Magallanes con destino a isla Dawson, un destino incierto, amenazante, con sus vidas quebradas por el golpe de Estado de 1973 en Chile. La acogedora vida de familia en sus hogares puntarenenses sería ahora una fría barraca en el campamento Río Chico, y tiempo después la cárcel de Punta Arenas, la relegación y el exilio.
La ciudad seguía sus movimientos habituales, pero ellos habían sido marcados para siempre. Salieran o no de la prisión política, nunca podrían ser los mismos. Era en Chile el tiempo de la Nueva Canción Chilena, de las peñas y los sueños de integración latinoamericana que tantos alentamos y cantamos en las universidades, al calor de zambas, cachimbos, joropos y tonadas. Y ese trozo de ilusión que eran la poesía y el canto fue para los tres amigos la barca de salvación que los sacaba imaginariamente de las barracas; el breve espacio ficticio de paz para olvidar el encierro y las torturas; el refugio donde depositaron sus esperanzas de ser libres, volver a amar y a creer y pensar en un futuro.
Con la ambición de contarlo todo, como si no fuera posible hacerlo otra vez, la cantata condensa en sus estrofas seis grandes momentos históricos de América latina, desde la prehistoria y los pueblos e imperios originarios hasta el momento ideal de consumación de los movimientos libertarios del continente latinoamericano, que sus autores esperaban quizás celebrar con el retorno a la libertad.
Por sus estrofas iniciales campea el sueño de “un solo pueblo y un solo territorio en su diversidad” como ellos mismos explican en el libro que contiene los versos, sus contextos y varios documentos de época. Muchos jóvenes vivíamos y cantábamos la misma ilusión de una América unida en torno a sus raíces. La llegada del extranjero y el choque brutal de culturas y medios en vez de un encuentro real con los primeros habitantes queda claro en un segundo momento de la obra. Los héroes de la insurgencia y los movimientos de liberación no pueden detener la decadencia de los imperios nativos. Sin embargo, como si fuera el anhelo de sus propias vidas, la cantata se resiste a la muerte y culmina con palabras de belicosa reivindicación -“y no quedara rama sobre rama”- y de esperanza: “que no hay presente sino futuro”.
En la madurez, con sus vidas azarosas, pero recuperadas, los tres autores y amigos parecen querer cumplir el rito del último duelo por esa lejana travesía de dolores, humillaciones y desaliento. Ya no tienen que susurrar los versos, como en la barraca de Dawson, ni ocultar los papeles donde los escriben. Revisan cada frase, recuerdan el momento en que la escribieron o en que tararearon las primeras melodías, sin saber entonces que pasaría un largo tiempo antes de que unieran su mensaje de la primera a la última línea con mil notas en el pentagrama para cantarle a la vida, a la madre tierra y al valor frente a la adversidad. Es un canto a la memoria, trepando por nuestra gran América desde los dolores de un largo día en el fin de la Tierra.