Necrológicas

El cónsul Aguirreberry, espía y benefactor

Sábado 25 de Mayo del 2024

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En el 214° aniversario de la Revolución de Mayo, fiesta nacional de la hermana República Argentina, me permito relevar la figura de un personaje cuyas acciones son poco destacadas en la historiografía magallánica.

Entre las muchas enfermedades infecciosas que afectaban a los habitantes de Punta Arenas a fines del siglo XIX y comienzos del XX, viene al caso recordar el de la viruela, de alta mortalidad, especialmente entre los niños. Los que enfermaban y lograban sobrevivir, solían quedar con secuelas estéticas que los afectaban por el resto de sus vidas.

Ya hacia 1875, algún visionario -tal vez el recién arribado Dr. Thomas Fenton- había impulsado una campaña de vacunación antivariólica en Punta Arenas. Desconocemos su cobertura y la eficacia que tuvo, pero tiene que haber sido un avance. En todo caso esta enfermedad reaparecía veinte años más tarde en esta ciudad -o al menos hay datos sobre este año como primer brote epidémico- en 1894, en que se presentó con caracteres de relativa benignidad. La forma en que apareció es digna de mención, porque fue precedida de voces de alarma, por la falta de vacunas disponibles, ante el absoluto abandono del territorio de Magallanes por parte de las autoridades sanitarias centrales en lo que respecta a su abastecimiento.

La Junta de Beneficencia tomaba cartas en el asunto, y en una de sus sesiones “se acordó nombrar una comisión compuesta de los miembros de la Junta Srs. Rómulo Correa y Mauricio Braun á la que estarían agregados el Dr. Middleton y el médico de ciudad Lautaro Navarro para que (…) tomaran todas aquellas medidas que estimaran convenientes”. Se facultaba a la Junta para aislar a los enfermos y suministrarles los medicamentos y auxilios que correspondieren, y se recomendaba “al público vacunar a los niños, para cuyo fin los dos médicos de la población contaban con el virus necesario y se ponían a disposición de las familias. Por último la Junta Especial nombrada quedó de reunirse diariamente a las 4 P.M. en la sala de la Gobernacion (…)” A falta de vacunas, se contó con dosis donadas por el consulado de la República Argentina, y el Dr. Navarro vacunaba en su domicilio en forma enteramente gratuita.

Sabido es que la vacunación antivariólica fue traída a América desde España y en pleno afianzamiento de las ideas y primeras asonadas independentistas, por la célebre expedición de Balmis, quien la distribuyó por el mundo, inoculando y sacando material de las pústulas para continuar la cadena. Simón Bolívar, estando en el bando contrario, les envió insumos faltantes a los equipos vacunadores, comprendiendo que se hacía por el bien de la humanidad.

Se podría hacer un símil con lo que ocurría en la Patagonia a fines del siglo XIX, en que estaba en plena efervescencia la cuestión de límites con Argentina en que, pese al tratado firmado en 1881, quedaban muchos puntos por aclarar. Se efectuaban disparatados aprestos bélicos en ambos países, en que en Magallanes se hacían fervientes llamados a integrar la Guardia Nacional a todos los hombres entre 18 y 40 años. Se consideraba un acto patriótico asociarse a los clubes de tiro al blanco, en que era evidente que por “blanco” se entendía “argentino”. En ese escenario, el cónsul argentino don Gregorio Aguirreberry, capitán de fragata en servicio activo de la Armada argentina, encargaba de Buenos Aires y generosamente donaba dosis de vacuna antivariólica. Este noble gesto se hizo recurrente durante algunos años. Considerando el contexto histórico, no es de extrañar que un oficial de marina estuviese ejerciendo funciones consulares, ya que probablemente también las oficiaba de observador, por no decir espía, en una ciudad de alta importancia estratégica en caso de un conflicto armado. Por lo demás, es sabido que Arturo Prat había hecho lo mismo en Buenos Aires -aunque sin representación oficial- poco antes de declararse la guerra contra Perú y Bolivia.

El doctor Lautaro Navarro informaba a la Gobernación: “En cuanto a vacunaciones, diariamente hago un buen número. Recibí de la Junta Central del ramo en Santiago la primera remesa de placas y a su vez el señor Cónsul argentino continúa obsequiándome algunas de las que recibe por cada vapor de Buenos Aires. Y quiero dejar constancia aquí de que el virus argentino es de primera calidad, habiendo producido siempre su efecto. Hago esta afirmacion porque alguna persona me ha supuesto haber dicho que era sin acción. Uno de mis hijos lo he vacunado con virus argentino y se le desarrollaron hermosísimas pústulas. Estoy, pues, muy agradecido del Sr. Cónsul argentino por habernos salvado de una situación bien grave con sus obsequios repetidos de vacunas, y teniendo una epidemia de viruela en el pueblo”.

Se habilitaron algunos lazaretos para aislar a los enfermos, a los cuales sólo ingresaban el médico, el cura párroco y algunos enfermeros. Lástima que, con excepción del médico y del cónsul, los nombres de los enfermeros y otros que combatieron la epidemia, se han perdido en el tiempo.

Terminada su misión en Punta Arenas, el comandante Gregorio Aguirreberry fue elegido Gobernador de la Provincia de Santa Cruz. Su nombre se tiene bien merecida una calle en Punta Arenas, que bien podría ser el primer tramo de Ramón Serrano.

En este 25 de mayo, ¡al gran pueblo argentino, salud!