Una sabiduría ancestral
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recuentemente se habla de sabiduría ancestral como el trasfondo espiritual que sostiene la cultura de los pueblos originarios. Es el “Suma Qamaña” del pueblo aymara, el “Sumak Kawsay” del pueblo quechua, o el “Küme Mongen” del pueblo mapuche, que son el “Buen Vivir” al que aspira toda sabiduría verdadera.
La sabiduría ancestral es el conjunto de relatos que, transmitidos de generación en generación, proponen una forma de vida que haga posible un desarrollo más pleno de cada persona y de cada comunidad humana, en armonía y solidaridad entre sus miembros y con el medio ambiente en que conviven. Por cierto, hay muchas formas y expresiones de esta sabiduría transmitida de una generación a otra, y no todas provienen de los llamados pueblos originarios, sus relatos siempre son como los ríos subterráneos que fluyen incluso bajo los desiertos e irrigan el alma de los pueblos.
Los invito a prestar atención a uno de esos relatos que, por la sabiduría de la que es portador, podría ser declarado patrimonio de la humanidad. Se trata del relato del Evangelio conocido como la “parábola del hijo pródigo”, pero que mejor sería llamarlo la “parábola del padre misericordioso”, ya que ese el mensaje que anuncia. Es un relato breve con tres personajes: el padre, el hijo menor y el hijo mayor, que representan tres aspectos de nosotros mismos, al tiempo que en la clave de interpretación de las parábolas quiere anunciar que Dios es como el padre de la parábola y que actúa como él. Este relato, que es una joya de conocimiento sicológico y de experiencia religiosa, se encuentra en el Evangelio de Lucas, capítulo 15, versículos del 11 al 32.
El relato muestra que todos somos como ese hijo menor que se deja llevar por su egoísmo, que deseando satisfacer sus deseos de bienestar y diversión rechaza a su padre y exige que le dé la herencia que le corresponde. El padre respeta su libertad y le concede lo que el hijo alocadamente exige. Este hijo menor que rompe con su familia expresa nuestra naturaleza egocéntrica y narcisista que nos atrapa hasta que no descubrimos lo que realmente somos: hijos y hermanos. Llegará el momento en que, desde la conciencia de todo lo que ha perdido, tendrá que volver a lo que es: un hijo en medio de una familia.
El hijo mayor también representa lo que somos, y es un ego que tampoco no ha experimentado lo que verdaderamente es: un hijo y un hermano. Vive cumpliendo normas, pero éstas no lo hacen una mejor persona, porque desde su pretendida rectitud juzga y rechaza a los demás, con un corazón duro y resentido rechaza al padre y a su hermano menor.
El padre de la parábola, que ha respetado la libertad del hijo menor que se marchó, es quien conmovido corre a su encuentro cuándo el joven regresa a casa hambriento y humillado, lo abraza y lo besa, le ofrece el perdón antes que el hijo se declare culpable, lo restablece en su condición de hijo y organiza una fiesta del reencuentro familiar. El padre también va al encuentro del hijo mayor que rechaza a su hermano y le muestra el deseo más hondo de su corazón de padre: ver a sus hijos sentados a la misma mesa, compartiendo un banquete festivo, por encima de cualquier enfrentamiento, rechazo o condena.
El Señor Jesús contó esta parábola para decir que Dios es como ese padre que espera a sus hijos; al que se marchó, lo espera con paciencia y sin dejar de amarlo, y al que se quedó espera convencerlo de que se alegre por el regreso de su hermano. El amor del padre es el mismo para ambos hijos, es un amor que espera y confía que vivan como hijos amados y aprendan a vivir como hermanos
Junto con anunciar que así es Dios y siempre actúa como el padre de la parábola, también nos dice que nosotros tenemos que aprender a vivir y actuar como el padre. Reconocer que somos como el hermano menor y el como el hermano mayor es para que descubramos que nuestro camino es parecernos al padre. Nuestro crecimiento humano y espiritual es para que imitemos al padre cuya alegría es el encuentro de los hermanos.
Este relato del Evangelio nos hace presente que nunca habrá un “buen vivir” si no aprendemos a compartir la vida mirándonos con el amor compasivo y acogedor del padre. Para los discípulos y discípulas del Señor Jesús es un llamado permanente hacer presente en nuestra vida y en nuestro mundo la sabiduría de este relato ancestral, siempre nuevo y renovador.