Los chilenos
¡Qué difícil es definir la idiosincrasia chilena! ¿Es aguachento el carácter nacional? ¿Existe realmente lo chileno, o somos un supermercado de ideas, modas y costumbres? ¿Por qué el chileno es inconstante y sólo hace las cosas cuando tiene ganas? ¿Acaso sin ganas no seguimos existiendo?
¿Cómo un trozo de faja tan largo como estrecho (“la corbata de Sudamérica”) puede interesarle al mundo de Europa, Asia y Estados Unidos, donde pasan las cosas interesantes?
Quedamos confinados en el patio del mapamundi, razón por la que hasta bien adentrado el siglo 20, venir a Chile era poco menos que practicar turismo-aventura.
Pongo como ejemplo el caso de Enrique Caruso, el gran barítono italiano. Allá por el año 1917 fue contratado para actuar en Buenos Aires. Un grupo de chilenos viajó hasta allá para contratarlo y traerlo a nuestro Teatro Municipal. Las platas estaban acordadas, pero el divo italiano del bell canto se retractó cuando le dijeron que para llegar a Santiago, debía atravesar parte de la cordillera en burro, viaje que duraría -por lo menos- siete horas y media.
Hasta ahí llegó el intento.
¿Somos protagonistas de segunda o tercera fila del acontecer mundial? ¿Tenemos cultura propia, o ésta es de rebote? ¿Cuál es nuestro arco de influencia a nivel sudamericano y mundial
¿Por qué algunos rasgos logran tanto destaque hasta llegar a tipificar una determinada sociedad?
¿Qué más engreído que un argentino? ¿qué mas amigo de la juerga que un brasileño? ¿y qué más indiferente que un inglés?
Vicente Huidobro, el máximo genio de las letras chilenas, aseguraba que hay que desarrollar los defectos, “porque son lo más interesante de cada cual”. Exagerado, por cierto, pero una clara incitación a reconocernos en nuestra condición menos edificante.
Como toda nación en estado larvado, somos una mixtura de mitos y realidades. En nuestro país los mitos están subsidiados y la realidad se cohonesta cada vez que la experiencia nos invita a mirarnos de frente.
Nos gusta pensar que alguna vez nuestra bandera fue elegida la más hermosa del mundo. Y no nos gusta constatar que eso fue una minucia propia de la camaradería surgida al calor de unas cuantas copas. El mito se originó en Blankenberghe, un balneario belga en el mar del norte, donde un grupo de veraneantes realizó en 1907 un concurso de banderas. Las familias de la señora Rojas de Bacheker y la de Felipe Casas Espínola presentaron la chilena, que obtuvo el primer premio. Queda claro que no se trataba de un concurso oficial, sino más bien de un pasatiempo de veraneantes, y sólo participaron unos cuantos países.
Definitivamente a los chilenos nos encanta vivir de mitos, leyendas o relatos fantasiosos…como que contamos con las mujeres más hermosas del mundo, que somos propietarios de las empanadas más ricas del planeta, que nuestra geografía no la tiene ni Suiza, que Nicanor Parra fue el mejor poeta del mundo o que Jorge Abasolo es el columnista mejor pagado del país.
Sí. Nos encantan las leyendas
La imprevisión
Somos un país en la edad del Pavo, con ganas incontenibles de crecer, por lo que cometemos errores propios de un adolescente precipitado.
Creemos que vamos a arreglar los problemas con leyes y reglamentos, pero no los cumplimos. “Hecha la ley, hecha la trampa”, decimos con sorna. Entonces los deformamos, les torcemos el camino a esos mismos reglamentos, con lo cual la perfecta legislación que nos enorgullece, se transforma en una sucesión de inútiles gabelas.
Parte de nuestro ADN es la irresponsabilidad, la imprevisión (prima de la primera) y el pánico al ridículo, que aborta muchas iniciativas y castra la creatividad de muchos de nuestros jóvenes. Esa timidez patológica hace que en el chileno -subrepticiamente- exista una camuflada admiración hacia el argentino, bastante más asertivo, seguro de sí mismo y sin temor al qué dirán. Y como si fuera poco, son buenos para el fútbol, nuestro deporte nacional. Cierto, porque el rodeo no entusiasma a nadie y fue declarado como tal por un acceso de patriotismo equivocado.
¿Me estoy extendiendo mucho?
Disculpen. Soy chileno. No olviden que otras de nuestras taras son las extensas peroratas. He llegado a pensar que somos el país de los discursos y de los desfiles. He visto velorios en que los discursos han agotado la paciencia de los deudos, aunque al muerto se lo prodiguen los más bellos e inmerecidos epítetos.
Cuando entramos en confianza no hablamos castellano, sino chileno, o sea tragándonos las eses, sin respetar la letra d y cuajando la conversación de chilenismos, donde el huevón y la huevá cuentan con demasiado favoritismo.
Pero a la hora de los velorios y hacer uso de la palabra en un estrado, nos encantan las frases floripondiosas y el castellano académico. ¿Epítome de las virtudes públicas y vicios privados que se dan con facilidad en nuestra tierra?
Puede ser…
Tenemos la cultura del alambrito, la práctica del parche y la solución transitoria. Nos gusta llegar tarde y hablamos todo en chiquito intentando agradar a nuestros contertulios.