Necrológicas

Nuestra hermana, la muerte

Por Marcos Buvinic Domingo 2 de Noviembre del 2025
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Cada año, a comienzos de noviembre, celebramos la festividad cristiana de Todos los Santos y la Conmemoración de los Difuntos, que son ocasiones para acrecentar el corazón agradecido por la vida, como el mayor regalo que hemos recibido, y el don que ha sido la vida de los que hemos amado y ya han partido.

Hacemos recuerdo de los difuntos porque seguimos amando a los que han partido y, también, porque necesitamos hacer nuestros propios procesos de duelo o acompañar el duelo de otros. Como dice una oración de la tradición cristiana: “la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, Tú nos regalas una morada eterna junto a Ti”. Creer en Jesús Resucitado es acoger el regalo de que nuestra vida no es un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos.

Para los creyentes en el Señor Jesús, en la muerte —la nuestra, la que viviremos, y la de otros que hemos amado y ya han partido— no estamos ante la nada, ni el vacío, ni el abandono, ni el silencio total; estamos ante el encuentro definitivo con nuestro origen y final: estamos ante Dios. Así, los cristianos acogemos nuestra muerte a la luz de la muerte —también angustiosa y dolorosa— de Jesús, que nos abre a la realidad nueva que acontece en la resurrección del Señor y, por Él, vivimos en la esperanza que también nos alcanza a nosotros.

Quisiera compartir con los lectores las palabras luminosas del poeta y sacerdote Esteban Gumucio (1914–2001), admirable testigo del Evangelio y cantor de la fe y la esperanza cristiana:

“Algo le ha pasado a mi muerte futura con la Resurrección de Jesucristo.
Antes que venga, yo puedo adelantarme y ganarle ‘el quien v
ive’ a la muerte.
Puedo decirle: ‘no me puedes robar la vida simplemente porque yo puedo regalarla antes de tu visita’…
Jesús me ha enseñado a darla entera, cuerpo y alma.
Cuando venga la muerte, se quedará con un cadáver; no conmigo.
Mi cuerpo ya es del Señor. Mis miembros vivos son del Resucitado desde mi bautismo.

Soy uno solo: cuerpo y espíritu, uno solo en la vida verdadera.
La muerte no puede arrebatarme: estoy en las manos de la Vida, para siempre, en la misma fuente de la Vida.
Ése que llevan al cementerio ya no soy yo: que se quede la muerte diluyendo bajo tierra lo que es tierra.
No puede tocar a mi persona. No puede mi amor ser consumido por los gusanos.

Aprendí de Cristo a darlo todo y todo lo entregado quedará para siempre, ciento por ciento, en el Dios vivo.
‘Oh muerte, ¿dónde está tu victoria?’

Estoy aprendiendo a mirarte de frente, a reconocerte vencida en la Cruz.
Afirmado en mi Señor Resucitado te miro, como mira un niño la jaula de los leones desde los fuertes brazos de su padre.
Todo entero incorporado al primer nacido de entre los muertos, comparto desde ahora la vida nueva de mi Señor y Amigo:
En su cuerpo y en su sangre lo he puesto todo: mi mundo, mis ojos, mis palabras, mis pensamientos; mis luces, mis oscuridades, mis gozos y mis lágrimas; mis acciones, mis sentimientos, mis anchuras, mis límites, mi carne, mi espíritu y hasta las oscuras profundidades de mi ser.
¿Qué te queda, muerte, sino un poco de polvo?…
Eres dintel solamente. La Puerta es mi Señor.
Quedan de este lado los tiempos, las duraciones, los caminos.
Al atravesarte se rompen los límites y empieza la inagotable novedad.

Voy con Cristo, me basta ahora su camino de pobres, voy transfigurado, nuevo y yo mismo, gratuitamente vencedor y vencido.
Cristo me arrebató, me tomó para sí: ya no soy tuyo, muerte.
Así, humildemente vencida, te has hecho hermana: ‘hermana Muerte’, pequeña, gris, servidora de nuestra Pascua”.

Así, para los que somos cristianos, la muerte, nuestra muerte, no es una muralla contra la que choca la vida y se destruye, sino que es una puerta abierta a la plenitud de la vida para la que fuimos creados; es la “hermana muerte”, como la llamaba san Francisco de Asís.

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