Cuando la desmesura se transformó en una “epidemia política”
René Jofré, experto
electoral/El Mostrador
Las recientes elecciones pusieron en entredicho algunas de las conclusiones (apresuradas) que se habían hecho respecto del estallido social y la crisis política posterior. El diagnóstico acerca de este suceso, significativo en la vida del país, fue duramente interrogado por los resultados electorales, poniendo en duda varias de sus conclusiones.
En este periodo se instaló la vieja “nueva” idea de que Chile iniciaba otra forma de hacer política. Esta forma, era encarnada por determinados liderazgos y grupos que, hasta antes de la noche electoral, se consideraban únicos depositarios del cambio y auténticamente representativos de las mayorías. Dos supuestos erróneos afirmaban esta hipótesis, uno que interpretaba el triunfo de la opción Apruebo en el plebiscito como de propiedad de la izquierda (su bloque más duro, en rigor) y el segundo, más complejo aún, que el anhelo mayoritario de cambio era aquel que esta izquierda portaba. Esta afirmación estaba basada en la idea de que el estallido social tenía, sobre todo, una impronta refundacional.
El estallido y la desmesura posterior se han terminado pareciendo más a una “epidemia política” que a una “revolución”. Sólo que esa “epidemia” despertó una variante dormida desde 2013 (Parisi) y amenaza con generar una nueva mutación hacia la ultraderecha.
Pero, además, todo esto se acompañó de una serie de cambios legales y formales para hacer más representativa la política: primarias, límite a la reelección, mayor competitividad. Cambios necesarios, pero que a la luz de lo que ocurrió debieran analizarse en mayor profundidad para observar sus verdaderos efectos. Uno de estos aspectos es la participación electoral.
Si a la regular asistencia a los comicios de este año (menor a 48% en la mayoría de ellos), le sumamos la votación de aquellos candidatos que van tras un sillón político con un discurso contra la política, aquello que suponía un fortalecimiento de la democracia se llena de interrogantes. ¿Las primarias sirven más a los partidos para eludir decisiones, que deberían estar en su ámbito, o son un mecanismo efectivo de mayor legitimación ciudadana? ¿Hay realmente mayor debate público y conciencia ciudadana si las audiencias compran con facilidad los discursos “antipolítica” de candidatos que, además, han hecho de la política una profesión? ¿Quiénes son los que no votan? Lo nuevo no produjo significativamente mayor participación.
Alguien dirá, desde el cinismo, que si no fuese por algunas de esas medidas participaría aún menos gente y los procesos serían menos democráticos. Aunque demos por bueno ese argumento, el problema sigue ahí, exactamente en el mismo lugar. La mitad del país no vota, ni siquiera en elecciones calificadas como “históricas”.
Otro aspecto que se enfatizó como eslogan fue que ahora el debate iba a ser sobre ideas y programas. Pero la segunda vuelta electoral se ha convertido en un ejercicio propio de la Guerra Fría, que terminó hace más de 30 años. ¡Un (falso) dilema entre “fascismo” y “comunismo”! ¿Es ese el dilema real para quienes han sufrido tres epidemias continuas: la del estallido social, la del Covid y la de un mal gobierno? La política no le habla a la mayoría.
Finalmente, si se instala Boric, como parece posible, o Kast, que sería una sorpresa mayúscula, va a ser la instalación de un gobierno con adhesión minoritaria en las urnas, como no había ocurrido nunca desde la recuperación democrática (27% o 25%). Ese gobierno tendrá que lidiar con un Congreso adverso en principio, donde la construcción de acuerdos y capacidad de articulación política será clave. Todo ello con grupos y partidos, en cualquiera de los dos casos, que descreen de dichos mecanismos como los fundamentales para construir capacidad de gobernar.
Seamos honestos, la frustración de expectativas está a la vuelta de la esquina.