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Rudolph Nureyev, el dios de la danza que buscó la libertad y murió sin aceptar que estaba enfermo

Sábado 7 de Enero del 2023

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  • Desertó de la URSS en plena guerra fría, Khruschev ordenó su asesinato, revolucionó el ballet, era rebelde, grosero, malhumorado, caprichoso, perfeccionista. Con Margot Fonteyn formó una pareja inolvidable. Fue maestro e inspirador de los grandes bailarines del mundo. Cuando enfermó de Sida, no quiso tratarse y lo ocultó hasta el final, del que se cumplen 30 años.

Nació en el legendario tren Transiberiano en 1938 y en la Rusia de Iósif Stalin. Su infancia quedó atravesada y marcada por la Segunda Guerra. Era muy chico cuando lo deslumbró el ballet. Bailó entonces sus años de aprendiz de pájaro que recreaba danzas populares. No pudo ir a una escuela de baile hasta los diecisiete años. Se convirtió en uno de los mejores bailarines clásicos del mundo. Su pareja artística con Margot Fonteyn no sólo elevó la danza a sus cumbres, sino que la acercó también al público novato, asombrado y acaso ajeno a ese arte. Volaba. A los 23 años dio un giro a su vida: huyó del régimen soviético; aprovechó el primer viaje suyo al exterior de la URSS, pidió asilo en Francia y dio una vuelta de tuerca a la Guerra Fría en el año más peligroso de su existencia: el de su inicio efectivo. En Moscú, lo juzgaron como traidor a su patria.

Con los años se convirtió en maestro, coreógrafo experto, director de los principales cuerpos de baile del mundo. Era homosexual; su vida un poco desbocada en la Europa de los años 60 y 70 ocultaba una soledad insondable. Tuvo un amor plagado de peleas y reconciliaciones. Era rebelde, grosero, vanidoso, malhumorado, corrosivo, rudo, exigente, perfeccionista, pastoril; hacía padecer a sus alumnos los rigores indecibles de la danza y la gimnasia; muchos de ellos lo odiaron, le desearon todos los males del mundo y lo condenaron, pero ninguno lo olvidó: ni a él ni a sus enseñanzas.

El 6 de enero de 1993 murió de sida a los cincuenta y cuatro años. No sólo no admitió jamás ser portador del virus, sino que se negó también a seguir los tratamientos rudimentarios, esquivos, de sondeo, exploratorios de la época. Su mal lo avergonzó porque vergonzante era el trato que la sociedad daba a la epidemia: el sida era “la peste rosa”, asociaba a los enfermos a la homosexualidad, los discriminaba, los culpaba de su padecimiento, los apartaba del mundo y de la vida: era una muerte anticipada. El día de su muerte definitiva, Le Figaro publicó una declaración de su médico, el doctor Michael Canesi, que informaba que su paciente había padecido “una larga y penosa enfermedad”. Cumplía así la voluntad póstuma del enfermo.

Así fue, y así era, Rudolf Nureyev. Un genio. Su huella, sus pasos breves de pájaro sobre los escenarios del mundo, sus vuelos que lo hacían flotar rodeado de los decorados de los ballets más famosos y legendarios, El lago de los cisnes, Cascanueces, La Bayadere; su espíritu y su talento casi se han perdido ya en el recuerdo. Viven en sus sucesores, en los artistas a los que inspiró y que sí siguieron su ejemplo: Alexandr Godunov, Mijail Barishnikov, Vladimir Vasiliev, Oleg Invenco, entre otros tantos. Y palpita en las escuelas de danza, en los cuerpos juveniles de ballet, como la figura de un prócer inspira amores fundados, inamovibles y sagrados.

Había nacido el 17 de marzo de 1938 en el tren Transiberiano y cerca de Irkutsk, una ciudad fundada en la Rusia de los zares en 1661 y una de las más pobladas de Siberia. Su madre, Farida viajaba a punto de parir junto a sus tres hijas, Rosa, Lielia y Rezida, para encontrar en Vladivostok su esposo, Jamet, un tártaro musulmán que era soldado y comisario político del Ejército Rojo, que había eludido quién sabe cómo las purgas estalinistas que habían diezmado a las fuerzas armadas y las habían dejado casi en estado de indefensión ante la guerra que se avecinaba. Vivían todos en una pieza miserable de dieciséis metros cuadrados y en Ufá, capital de la hoy república de Bashkortostán, conocida también como Bashkiria y emplazada entre el Volga y los Montes Urales.

Bashkiria era el nombre de la danza folklórica tradicional que Rudolf aprendió a bailar desde que empezó a caminar. Y era ya un bailarín precoz y destacado.

La Segunda Guerra Mundial se llevó puesta su infancia, sobre todo desde 1941, cuando la invasión nazi a la URSS. Fue Farida, la amante madre de Rudolf, que una vez aplacada en parte la guerra en la URSS, el 31 de diciembre de 1944, llevó a sus hijos a una función de ballet en el teatro popular de Ufá. Rudolf, de seis años, quedó hechizado por la revelación: “En ese momento -escribiría en su autobiografía- ya no pude pensar en otra cosa. Me sentí llamado a ser bailarín”. Para serlo, el chico debía conciliar lo inconciliable: al regreso de Jamet de la guerra, el padre trató de sacarle la idea de la cabeza a golpes. No pudo. Rudolf, Rudolf Xämaät Uli Nuriev su verdadero nombre tártaro, se unió a un grupo de danzas folklóricas. Recién a los quince años, el año de la muerte de Stalin, recibió las primeras clases de danza clásica de Ana Udaltsova que le recomendó lo imposible: que buscara una buena escuela en Leningrado, la ciudad heroica que había padecido el asedio nazi y que hoy es, como fue siempre, San Petersburgo.

Ni la familia, que apenas si tenía para comer, podía costear esos estudios, ni el chico podía largarse a semejante aventura. Pero dos años después, durante una gira del prestigioso ballet Kirov a Ufá, su director, Konstantin Sergueiev, reparó en el talento del joven bailarín y le ofreció una beca. El ballet Kirov había sido el Ballet Imperial de San Petersburgo, pero tomó el nombre de Serguei Kirov después del asesinato del político estalinista, crimen que dio origen a las brutales purgas de los años 30 en la URSS. Hoy es el ballet Mariinski, asociado al Teatro Mariinski de esa ciudad.

Nureyev tuvo como maestro a Alexander Pushkin, que lo hospedó incluso en su casa. Su mujer, Xenia, una ex bailarina, se obsesionó con el arte de Nureyev y, en especial, con su particular belleza: lo convirtió en su amante, lo educó y no sólo en el amor, y le descubrió el abecedario del arte.

Con los años, Rudolf aceptaría su homosexualidad, pero Xenia fue la primera de sus muchas amantes. Dos años después, Nureyev era uno de los bailarines más reconocidos en la URSS, donde el ballet es casi una religión y sus figuras son, o lo eran al menos entonces, venerados como héroes nacionales. Se le concedió entonces uno de los raros privilegios que daba el duro régimen soviético, encarnado entonces por Nikita Khruschev, el tipo que había culpado de todo el mal pasado y el duro presente a Stalin. Ese privilegio excepcional era el de poder viajar al exterior de la URSS.

Nureyev se asomó a Europa, y a otro mundo, en Viena, durante el VII Festival Internacional de la Juventud y los estudiantes de 1959, en el que bailó junto a Natalia Dudinskaya, la mujer del bailarín y maestro Konstantin Serguéiev, veintiséis años mayor que Rudolf, a quien eligió para su partenaire en Laurencia. Nureyev volvió irreconocible de aquel viaje, trastornado, transformado. Había otro mundo fuera del marxismo soviético. Y no era un mundo desagradable, todo lo contrario. A sus veintiún años, la URSS se le antojaba una prisión, tal vez con barrotes de oro, pero una prisión. El régimen de Khruschev fue el primero que notó los cambios en Nureyev, había aumentado su rebeldía, sus actitudes desafiantes, sus opiniones, toscas e infantiles pero que sonaban como gritos en aquel mundo de silencios. Había que vigilar a Nureyev. Por lo pronto, no viajaría nunca más fuera de la URSS.

Entonces intervino el azar. En mayo de 1961, Konstantin Serguéiev sufrió un accidente que le impedía bailar y debía ser reemplazado para una gira inminente del ballet Kirov a París. Sólo una estrella podía ocupar su lugar: Nureyev. De acuerdo, viajaría de nuevo al exterior, pero rigurosamente vigilado. Todo sirvió de nada: el 17 de junio, Nureyev huyó de sus vigiladores y pidió asilo en Francia en una huida espectacular que tuvo poco de espectáculo.

Un vistazo a aquel 1961 en que la Guerra Fría se sentó a comer con todos en la mesa. En abril, una invasión a Cuba financiada y sostenida por la CIA y el gobierno americano de John Kennedy, que también le puso abrupto final a aquella locura, había fracasado en su plan original: derrocar, y a ser posible, asesinar a Fidel Castro y abortar su idea de que Cuba fuese el primer estado socialista de América. Ese mismo mes, la URSS había lanzado al espacio exterior al astronauta Yuri Gagarin. Lo había lanzado y lo había regresado a la Tierra sano y salvo: la URSS del sonriente Khruschev lideraba la carrera espacial inaugurada en 1957 con el lanzamiento del primer satélite artificial de la Tierra, el Sputnik.

En Europa, Berlín, la otrora capital del Tercer Reich, estaba dividida en dos y administrada por un lado por los aliados y por el otro, por la URSS. Khruschev ambicionaba Berlín, extender las fronteras del comunismo tendidas al final de la Segunda Guerra, hasta el centro de Europa. No eran los planes ni de Kennedy, ni de Estados Unidos. Para zanjar esa pequeñez que podía conducir a otra guerra, Kennedy viajó en mayo a Viena, previa escala en París para entrevistarse con Charles de Gaulle. Llegó el 31 de mayo, cuando Rudolf bailaba para el asombro del público y la crítica en la Opera Garnier, y en la República Dominicana, en una operación a la que había contribuido la CIA, era asesinado el dictador Rafael Leónidas Trujillo. El 2 de junio, en Viena, Kennedy y Khruschev se amenazaron con una guerra nuclear por Berlín y dos meses después, el 13 de agosto, la URSS levantó el Muro que iba a dividir al ciudad por casi tres décadas.

Ese fue el escenario, el otro escenario, el político, en el que Nureyev eligió pedir asilo político: un fósforo al lado de un barril de pólvora. No tuvo más remedio que elegirlo. En sus días en París, que siempre es una fiesta, Nureyev había transgredido todas las normas de seguridad impuestas por la KGB y sus vigiladores: había alternado con extranjeros, había visitado bares y restaurantes, todos pecados capitales en la URSS: hablar con extranjeros implicaba asociarse a ellos y al espionaje; beber en bares y cenar en La Coupole eran desviaciones burguesas inadmisibles en el socialismo soviético. De Moscú llegó la orden: el Kirov seguía viaje a Londres, Nureyev debía volver a la patria.

Cuando la compañía en pleno llegó al aeropuerto de París-Le Bourget, que era internacional entonces y no militar como hoy, le dieron la noticia a Nureyev. Le dijeron que debía regresar a Moscú porque su madre estaba enferma. Pero Rudolf había hablado con ella la noche anterior. Lo juraron que el camarada Khruschev quería verlo bailar. Nureyev pudo haber pensado que si Khruschev quería verlo bailar sería al extremo de una cuerda. El avión con el cuerpo del ballet Kirov partió a Londres. Había un lapso de dos horas para que otro avión despegara, con Nureyev, rumbo a Moscú. Decidió pedir asilo en Francia. Pero, ¿cómo?

El como fue relatado en Infobae en junio de 2021 por la colega Gabriela Esquivada. Es una película. En síntesis, intervino de nuevo el azar y una tragedia. Nureyev había conocido a una muchacha chilena, Clara Saint, con quien había conversado sobre arte y danza. Clara era la novia de Vincent Malraux, hijo del ministro de cultura de Francia, el célebre André Malraux. El 23 de mayo, en plena gira de Nureyev y una semana antes de la llegada de Kennedy a París, Vincent, de dieciocho años, y su hermano Gauthier, de veinte, los dos únicos hijos de Malraux, se mataron en el Alfa Romeo de Clara en la Nationale 6, cerca de la Costa de Oro. Una semana después del funeral, los amigos de Clara la llevaron a ver bailar a Rudolf El lago de los cisnes en el Palais des Sports. Clara pasó con Rudolf los siguientes diez días y se despidieron apenas horas antes de la partida de Nureyev al aeropuerto.

Cuando se enteró de que debía volver a Moscú, Nureyev pidió que avisaran a Clara Saint, que fue al aeropuerto, pidió a los osos de la KGB permiso para hablar a solas con Nureyev, que le hizo saber que quería quedarse en Francia. Clara se las ingenió para todo, incluso para que dos policías franceses se acomodaran cerca de Nureyev, en el bar de Le Bourget, porque el pedido de asilo debía salir de boca de quien lo pedía. Decidido a todo, Rudolf se paró, dio seis pasos para alejarse de sus sorprendidos vigiladores y le dijo a los policías: “Quiero ser libro. Me quiero quedar aquí”. Quedó entonces bajo custodia francesa.

Antes de terminar el día de su escape, Nureyev tenía un departamento a disposición en los Jardines de Luxemburgo, vecinos al Barrio Latino, y un contrato en la compañía de danza de Raymundo de Larrain. París se había enamorado de Nureyev y no quería perderlo. Nureyev quería ser dirigido por George Balanchine y viajar a Dinamarca para trabajar con su par Erik Bruhn. Mientras, en la URSS, Khruschev ordenó asesinarlo, según los archivos secretos de la KGB hechos públicos por el historiador y periodista británico Peter Watson. El objetivo de mínima de los espías soviéticos era partirle las piernas a Nureyev.

Debutó en París como hombre libre en el Theatre des Champs Elysées y debió salir a saludar doce veces. El mundo caía a los pies de Nureyev, lo contrataron para actuar en Cannes, en Londres, en Chicago, en Nueva York, trabajó con Bruhn y se enamoraron. Vivieron una relación intensa, abierta, apasionada, teñida por los vedetismos de ambos, hasta la muerte de Bruhn. Formó con Margot Fonteyn una pareja única. Ella tenía cuarenta y dos años, era la primera bailarina del Royal Ballet y pensaba en una retirada honrosa cuando bailó por primera vez con Nureyev: a partir de esa noche cambió su vida, siguió en los escenarios, conformó con Rudolf la pareja de ballet más aplaudida del siglo XX y ambos hicieron de la danza un espectáculo popular.

Nureyev nunca abandonó su “estilo tártaro”, su rudeza, sus arranques de furia, su divismo; ni dejó de lado sus caprichos, ni sus arranques de histeria: era común en los divos y en las divas de la danza, la lírica, la música clásica. En esos arranques, Nureyev también fue una estrella que llevó a comparar sus locuras con las de otros divos y a acuñar una frase reveladora y maliciosa: “Mejor cien Callas que un Nureyev”. Le perdonaron todo siempre, mientras él se codeaba con las personalidades de la época, Jackie Kennedy, Andy Warhol, Richard Avedon…

Cuando el Sida estalló en Francia, cerca de 1982, la comunidad homosexual francesa tendió a ignorar la gravedad del mal: en eso no hubo diferencias con gran parte del resto del mundo que también desconoció la seriedad del virus. Su médico sugirió que Nureyev contrajo Sida a comienzos de la década del 80. Durante los años que siguieron, Nureyev negó incluso que padeciera algún mal, alguna enfermedad o el más leve problema con su salud. Y cuando fue imposible ocultarlo, lo atribuyó a otros dramas orgánicos y se negó a recibir los todavía precarios tratamientos anti virales.

En 1992, fue a recibir la distinción como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, en esa joya arquitectónica y cultural que es la Opera Garnier de París. Estaba débil y demacrado, debía apoyarse en dos bailarines para caminar aquel último escenario en el que había volado como un pájaro. Aún así, guardaba cierta elegancia, cierto porte de dios de la escena y un rictus que alguien tradujo como una sonrisa traviesa. Años después, su médico finalmente admitió que Nureyev había muerto a causa del Sida y que lo había contraído a principios de los ‘80.

No está enterrado en los célebres cementerios de París: ni en el de Pere Lachaise, que custodia los huesos de Federico Chopin, ni en el de Montparnasse, que guarda los restos de Julio Cortázar, ni en el de Montmartre, donde está la tumba de Alphonsine Duplessis, la “Dama de las Camelias” que inmortalizó en literatura Alejandro Dumas, que descansa en una tumba vecina, y en la música Giuseppe Verdi con su “La Traviata”.

Rudolf descansa, por fin, en el cementerio ruso de Sainte Genevieve des Bois, a media hora de París, no muy lejos de las tumbas del Nobel de Literatura IvanBunin, del cineasta Andréi Tarkovski y del ucraniano Serge Lifar, otro astro de la danza. Es una tumba a su medida, hecha por su amigo, el italiano Ezio Frigerio. La cubre una tela que no es tal, es un mosaico de colores con los pliegues, las sombras, la textura de una alfombra, un kilim oriental. No es que abrigue, pero protege.

Infobae

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